(de Mariano Latorre)
Pichuca, la única hija del Ojo de Buey, no estaba dormida ,
sin embargo el silencio que dulcemente la rodeó apenas los tres borrachos
abandonaron el cuarto, terminó de despertarla. Como en los amaneceres, sentóse
en su colchoncito de hojas de maíz, que a cada uno de sus movimientos crujía
como si bajo él gritasen un millón de grillos asustados. Se restregó los ojos
una y otra vez. El silencio como una araña invisible, empezó a tejer en torno
suyo una tela de medrosa soledad. Soledad hecha de ruidos confusos y tenues;
sordo correr de ratones, baratas que se perseguían en los viejos papeles
despegados, dulce sollozo de una llave de agua a medio cerrar en el ancho patio
del conventillo. El sobresalto trajo la claridad de la conciencia. Estaba sola.
Creyéndola dormida, sus padres y su padrino salieron a divertirse. En su
cabecita sobreexcitada, esta Noche Buena que alegraba a todos y de la cual la
eliminaban a ella, había prendido como un prodigio. La angustia apretó la
garganta con sus anillos de serpiente. Fue un sollozo convulsivo, primero;
llanto aliviador y luminoso, después. En su húmedo bienestar brilló, entonces,
una resolución: conocer el secreto de la Noche Buena.
Púsose de pie y empezó a vestirse. No mucho que ponerse una
faldita sucia, un resto de rebozo. Los tiesos cabellos los amarró en un manojo
con una tirita roja que guardaba cuidadosamente: único gesto de coquetería de
Pichuca.
Vistióse con toda clase de precauciones. Creía que mil ojos
invisibles, y burlones la vigilaban e iban a impedirle su salida a la calle.
Tropezó con la mesilla de trabajo de su padre. No se movió, envuelta en un
precipitado torbellino de latidos que duraron tanto como los argentinos temblores
de la lámpara en su viejo soporte de metal. Al borde del banquillo estuvo largo
rato, en espera de algo impreciso, que estaba próximo y lejos al mismo tiempo,
dentro y fuera de su cabecita en llamas.
La luna pascual derramó, de pronto, su tibia leche plateada
por el cuarto sucio e inundó de paz el corazón tembloroso de la niña. En la
puerta entreabierta hervía una fantástica claridad, que marcaba una ruta de
ensueño.
Pichuca avanzó hacia el patio, pero volvióse bruscamente al
observar, sobre el catre de madera de sus padres un halo de fúlgidas
vibraciones. Un Niño Dios le sonreía en su marco de madera y le señalaba la
noche con su dedito gordezuelo, como una mariposa cansada de vaguear por los
aires.
Confiadamente avanzó Pichuca hacia el patio. Sus pececitos
negros, curtidos, no temían el áspero ripio ni las piedras puntiagudas. No dudó
ya más; deslizóse a lo largo de las paredes del conventillo, y en la despareja
calle de arrabal avanza confiada. Una fuerza desconocida parece guiarla. Ni
miedo ni temores.
En la atmósfera clara recórtanse los ángulos agudos de las
tejas y son pozos de plata los patios abandonados.
Ágiles, incansables; corren sus piececitos hacia adelante, sin
saber a dónde. Pegóse a un muro, para dejar que una carretela, estallante de gritos
y de cantos, pasase con áspero balanceo. Hasta el caballito, sacado de sus
sueños, trotaba con vigorosos golpes de cascos, contento de la alegría que
mojaba sus lomos como una llovizna de cristal.
Cortó el negror de la calle de arrabal el estrépito llameante
de un tranvía y en la dirección de sus rieles corrió Pichuca decidida,
orientada por su instinto. En esta nueva soledad sentíase segura de sí misma,
mucho más que en la penumbra soledosa del conventillo.
De sus padres no se acordaba. Su autoridad murió ante la del
niño Dios y ante su noche buena, en cuyo enigma luminoso un payasito de
Talagante sonreía con su ancha boca pintarrajeada y hacía cabriolas grotescas,
apenas sus dedos, apretados con nerviosa Impaciencia, juntaban los maderos del
trapecio.
Una avenida cuajada de luces se abrió ante ella. Tranvías
repletos de gentes alegres, de niños que llevaban osos peludos y payasos de
trajes vistosos, corrían entre regueros de chispas y campanilleos ruidosos.
Hacia el corazón de la ciudad, rojo temblor de luz en el cielo llevaba una
muchedumbre anónima su ruidosa despreocupación Entre ellos, Pichuca era un
trapito sucio y maloliente.
En vano levantaba los ojos hacia sus caras, no respondían
egoístamente distraídos. Sentían sola. Y entonces, en un gesto de angustiosa
defensa apretaba el retazo de pañuelos contra su busto descarnado. Y esto
quería decir mucho; por lo menos, el no tener un juguete, cualquier cosa que
apretar contra su corazón henchido de misteriosas aspiraciones, ávido de goces
imprecisos.
El azar la puso, en el desordenado flujo de la multitud
alegre, frente de una pequeñuela regordeta, sentada en la humilde puerta de una
casa humilde. Estaba sola, curiosamente abiertos los ojos infantiles. Aislada
como ella. Así le pareció a Pichuca. En sus brazos, un gran mono de carey,
vestido como una guagua, daba la impresión de mirarla con curiosidad. La niña
le hablaba a su muñeco barnizado. Dirigíale tiernas palabras:
—¿Tiene hambre el niñito? ¿No? Tiene hambre.
Pegada a la pared, Pichuca la observaba con pedigüeño titubeo.
Una súbita ternura subió a su garganta. Poco a poco se fue acercando sin
hablar.
La niña advirtió su presencia; de pronto se puso de pie
bruscamente abrazando al mono con gesto protector.
Gritó agudamente hacia el interior de la casa:
-¡Mamá, una chiquilla rota! ¡Mamá, una chiquilla rota!
Antes que la mamá acudiera a los gritos de la niña, las
piernas flacas de Pichuca, aptas para todas las carreras, cruzaron la calle. En
unos segundos estaba en la acera y corría en las ondas de otra corriente humana
Pero una espina se clavó en su corazón. Una espina aguda que perforaba su
corazoncito palpitante.
—¡Chiquilla rota! ¡Chiquilla rota!
Pichuca no se daba cuenta de lo que esto significaba. Era para
ella un enigma como el rechazo de la niñita del mono de carey. Pensó volver al
conventillo, y, sin moverse permanecer en su pallasa crujidora, no sentir sino
las carreras de las baratas en la pared o el tictac del misterioso reloj de la
pobreza, pero la multitud que caminaba por la acera pegada a los muros fríos de
las casas detenerse, segura de sí misma la fundía en su violento deseo de
libertad y de goce. Hacia el río siguió sin darse cuenta. Junto a la vitrina de
una pastelería de barrio, mismo vaivén de la muchedumbre la detuvo algunos
segundos. Las tortas amarillas con ribetes de mermelada y merengues, animaron
su lengua entre sus dientecitos ratoniles con nerviosa celeridad. ¡Con qué
envidia veía entrar al interior iluminado a los niños de la mano sus padres o
de sus mamás.
La espina se hundió más en su corazón y su manecita negra la
revolvía con inconsciente terquedad. Era, sin embargo, un corazoncito fuerte,
confiado ,a quien el Niño Dios protegía en esta noche única.
Por eso nada la amedrentó en adelante. Eso si ,un abismo se
había creado el entre el mundo y ella y ,ella orgullosamente se había puesto
sobre el mundo.
Asomada al pretil del río negro, bullanguero respiró un
instante con egoísta libertad. El ruido metálico de la charanga de un circo
golpeaba sus oídos, resonaba dentro de su cabeza. Un rosario de luces rojas y
amarillas prendíase a la noche. Y la carpa, traspasada de luz, ondeaba al
viento que venía de las cordilleras como un gran trapo suelto. Se fue acercando
poco a poco. Prudencialmente ahora. Y cuando estallaba un aplauso y sombras
nerviosas se desplazaban en el blanco lienzo transparente, un escalofrío de
placer recorría sus nervios excitados.
No se acercó a la puerta del circo, aunque en su cabecita
astuta la idea de colarse por debajo de la carpa le pareció muy fácil de ejecutar.
Una tranquila resignación. Había sustituido a su afán de acercarse a la
muchedumbre. Ya nada la asombraba. Seguía adelante sin curiosidad alguna como
si fuese a dejar los zapatos de su padre a un cliente del barrio de las
Hornillas. Atravesó, de este modo, el puente y entró en la calle 21 de Mayo. No
envidiaba, ahora, a los niños que por las aceras arrastraban carritos o hacían
sonar ruidosas cornetas. Veíalos pasar indiferente. No buscaba los ojos de los
transeúntes ni osaba acercarse a los chiquitines burgueses que pasaban junto a
ella. Frente a una gran vitrina iluminada, miró curiosamente los enanitos
barbudos de piernas cortas y gran cabeza, como los de los cuentos que le oyó a
su madre junto al brasero, y la hicieron estallar de alegría los grandes osos
peludos, parados sobre una nevada de algodón, en la actitud de dar un abrazo.
Su asombro rayó en el pasmo cuando al llegar a la Alameda, vio girar la gran rueda luminosa, que se hundía en la noche espolvoreada de luna,
con su carga de hombres y mujeres. para reaparecer, en vertiginoso volteo.
chorreante de luces y estridentes sonidos.
Durante media hora, pegadas a la reja de un carrusel sus
negras manitas, miró galopar los caballos fantásticos, que los niños manejaban
confiados, sin embargo.
Pero aquí la esperaba, oculta en la sombra, su segunda prueba
de Noche Buena. Esta vez no fué ella la que tuvo contacto con la multitud que
la rodeaba sin aceptarla. No, no fué ella. Las manos aferradas histéricamente a
la baranda del carrusel, miraba el rodar de los carritos y el balanceo de los
caballos grises blancos de revueltas crines. Fué una mujer gorda la que reparó
en ella. Una voz chillona la hizo pensar que no estaba sola en el mundo y que
aún para mirar los carruseles desde afuera, es preciso llevar zapatos y
vestidos limpios.
-Llévate a Pepito, Salustio, que esa chiquilla debe tener
piojos.
Y el marido, mirándola de través, se alejó rápidamente con el
chico, al extremo opuesto del carrusel.
No se molestó Pichuca en lo más mínimo: su experiencia la defendía
como un escudo. Sabía que no era de la raza de esos niños que tienen juguetes y
viven en grandes casas llenas de luz. Sabia que no era de esa raza, pero
ignoraba aún de dónde provenía, aunque viviese en la misma ciudad y bajo un
mismo cielo.
Por lo demás, sus piececitos eran sabios en las astutas
carreras para hacerse invisible en el conventillo o en medio de la calle, aún
en la tibieza lunada de la noche pascual.
Tumultuoso hervir de gentes y gloria de luces que despertaba a
los viejos olmos soñolientos, cargados de polvo, prolongábase en interminable
perspectiva hacia adelante. Y dentro de este murmullo vago, de corriente
lejana, las voces de heladeros y vendedores de frutas taladraban la gasa
inmóvil de polvo en suspensión. Sólo una voz ronca de vieja persistía en el
bullicio, a fuerza de repetir el mismo pregón:
—¡Como en la arbolera, las peras!
Y en el aire quieto, empapado de temblorosa luz, el aroma
picante de las albahacas y el agrio de los claveles y clavelinas campestres,
respiraba a ratos en oleadas cálidas.
—¡Como en la arbolera, las peras!
Pichuca se detuvo de improviso en su camino: una corneta de
cartón quizá olvidada por un niño, blanqueaba en el piso polvoriento. La miró
ávidamente, esquivando los encontrones de la gente y temerosa de perderla de
vista.
¿Volvería a buscarla el niño que la perdió? ¿La encontraría
otra antes que ella? Violentos latidos de su corazón la detuvieron. Alguien
podía pisarla y deshacerla; pero, ¡oh milagro inesperado!, la multitud pasaba
cerca de la plebeya bocina sin tocarla. Una enorme bola de conscripto, la de un
gigante, se imaginó Pichuca, puso su doble suela a un milímetro de la corneta.
La niña estuvo a punto de lanzar un grito de alarma, pero la bota formidable se
achicó repentinamente y, vuelta a su tamaño normal, se unió a su compañera y
continuaron sonoras y torpes su camino, sin rozarla. No supo la niña cómo se
encontró junto a ella. No había sino inclinarse y tomarla, pero el recuerdo de
la niña y de su grito insultante —. ¡chiquilla rota, chiquilla rota!— paralizó
su intento. Sin embargo, la sonrisa del Niño Jesús del conventillo y el rayo de
luna prendido en el vidrio de la estampa, habían hecho brotar como un lirio
mágico la confianza en su almita desolada. Se inclinó y tomó el juguete, lo
ocultó bajo el rebozo y anduvo algunos pasos, pero un violento deseo de poner
la boquilla de la corneta en sus labios la hacia rechinar los dientes como en
un escalofrío y el loco sonajeo de cornetines que azotaba el aire espeso hacía
su deseo cada vez más apremiante.
Terminó por sacar la corneta de debajo del rebozo. Al ponerle
los labios, una duda atravesó su cerebro. ¿Y si la corneta no sonaba? ¿Si había
sido abandonada por inútil o si el Niño Dios la castigaba por haberla tomado
del suelo sin que nadie se la diese? Volvió a esconderla; pero, en un súbito
arranque, la puso en su boca: un largo sonido brotó del interior. Con toda la
fuerza de sus pulmones, Pichuca tocó su anónima corneta. Las ásperas
vibraciones borraron su angustia y le dieron una personalidad en medio de la
multitud. A los mil ruidos que por todas partes se cruzaban como regueros de
chispas, había unido el suyo, virginal, Era un canto de libertad, rudo,
primitivo, pero su vida tenía un objeto en este instante.
Su exaltación no duró mucho Ahora la atenaceaba algo más
apremiante y que el esfuerzo de media hora hizo agudamente trágico: el hambre.
Y esto era más difícil que tomar del suelo una corneta perdida.
Insidiosamente, por la espalda, llegó hasta sus naricillas
ávidas el aroma penetrante de los duraznos primaverales Se volvió como un
resorte. Pilas de bolitas granates de piel brillante como un terciopelo dorado
por la luz de un candil, se amontonaban frente a una mesita. Detrás, un viejo
barbón, de voz atiplada, gritaba, al mismo tiempo que con una rama espantaba
las moscas.
—¡A los pelaítos priscos! ¡A los pelaítos priscos!
Aproximóse más al viejo. Sus dientecillos hambreados, casi se
disolvían entre la saliva ¡Qué dulce debía ser el jugo de esos duraznos
maduros! Había tantos, tantos, y, sin embargo, aquel viejo de barba blanca no
le daría ninguno.
Vínole, de pronto, el impulso de pedirle con voz humilde, muy
triste, uno, uno solo; pero no se atrevió: El grito de alarma de la niña del
mono de carey resonó en su recuerdo una vez más:
¡Chiquilla rota! ¡Chiquilla rota! rota!
Y con infinitas precauciones fué retrocediendo para que el
viejo no la advirtiese. La punta del pañuelo se levantó con dolorosa lentitud
hasta sus ojillos lagrimecidos; pero estas crisis le duraban poco a Pichuca,
muy poco. Se aisló del río humano que se deslizaba por el centro de la Alameda,
tras el tronco de un árbol. El viejo olmo colonial pareció protegerla con el
ancho abanico de sus hojas nuevas. Nadie la vería allí. Adormilada, se estuvo
quietecita, como fundida con la dura corteza, pero alerta al menor ruido. Poco
a poco se fué corriendo por el tronco hasta sentarse en las raíces y el ruido
sordo de la ciudad que rompía en inesperados gritos y cornetazos estridentes se
fué apagando para Pichuca; pero sorpresivamente tuvo una brusca vuelta a la
realidad. Algo leve, como si alguien invisible llamase su atención, tocó la punta de su piececito
desnudo. Pensó en una barata o en un San Juan atontado por la luz que subiese
por el empeine, y fué acercando precavidamente su mano para cerciorarse.
Nada en el empeine. No quiso retirar su piececito del punto en
que sintió el roce, imaginando que este llamado misterioso no volvería a
repetirse si se movía.
¡Dios mío!, ¿qué es esta bolita blanda, enorme, que cede a la
presión de sus dedos? No es un insecto, no. No hay movimiento alguno de patas
asustadas.
¿Quizá una pelota que ha venido rodando hasta sus mismos pies
desde el centro de la calzada? Tomóla entre manos , y su olor penetrante lo
delató. Era un duraznito de la Virgen, oliente aún a primavera. En una
envoltura color rubí ocultaba el tesoro de su carne dorada, él secreto de las
huertas anónimas de los conventillos. Con su habitual gesto de desconfianza, lo
escondió bajo el rebozo, observando a su alrededor.
El viejo de barbas blancas seguía impasible ofreciendo a la
multitud pasajera sus pelaítos priscos. Se callaba, sólo para vender a su
público de sirvientas y conscriptos las docenas de duraznos de diciembre,
envueltos en cartuchos de diario De aquel montoncito oscuro y aromático debió
rodar el durazno como un pedrusco por la falda de una colina minúscula. No había duda.
De pronto, su corazoncito comenzó a latir apresuradamente. En la tierra, a sus
mismos pies, había cuatro duraznillos más, opacos de polvo. Cuatro movimientos
astutamente espaciados y las cuatro bolitas oscuras estuvieron en sus manos.
Dando la vuelta al árbol, se alejó Pichuca con su tesoro hacia
un costado del paseo. sola, con fruición egoísta los fué limpiando hasta
dejarlos relucientes como bolas de carey. Sus dientecillos ansiosos se clavaron
en la pulpa azucarada y fresca de los duraznos. Satisfecha, alegre casi, echó a
andar entre la muchedumbre. Los niños y sus juguetes coloreados ya la
interesaban.
Una llamita tibia dulcificadora, animaba su cuerpo, y en esta
llamita sonreía el Niño Dios que le regaló una corneta o hizo resbalar para
ella los duraznos de la mesilla del viejo de las barbas blancas.
Al oír los repiques alegres, precipitados, con que un
monaguillo juguetón se entretenía en el campanario de la iglesia, allí mismo a
dos pasos no dudó del milagro protector. Llenaban el aire esos repiques.
Chocaban los sonidos entre si. Reíanse las campanas apagando voces, cornetas y
tambores. Frente a ella abriase la ancha puerta iluminada, que le
recordó la de su cuarto, encendido de plata lunar. Una interminable fila de
mantos perdíase en el dorado resplandor del temple, y en la ola humana que
penetraba se escabulló Pichuca al interior. Creyóse repentinamente en la
gloria. Así cuajada de luz la concibió en sus sueños de niña pobre. En torno a
las imágenes resplandecían rosarios de luces o arcos de oro semejantes a
divinas aureolas. Súbitamente quedó inmóvil, paralizada. La realidad de su
sueño estaba allí, palpitante, frente a ella.
El mismo Niño Dios sonreíale desde un altar, pero vivo esta
vez. El dedito gordezuelo alargábase con cariñoso imperio hacia las cabezas de
hombres y mujeres, extrañamente suavizadas por la luz.
En torno a Jesús la piedad popular había amontonado
corderillos albos, pájaros deformes, monitos de greda en extrañas actitudes.
En un extremo de las gradas arrodillóse unciosamente y en su
boquita sucia sonó la ingenua oración infantil con un gargarismo de agua
corriente.
Luego dejó con toda clase de precauciones su cornetita entre
los corderillos y los pájaros.
Sentíase cansada. El sueño había tocado con su ala de seda sus
ojos visionarios. Andaba a tastabillones, tropezando con todo el mundo, que se
apartaba con sorprendida brusquedad a cada choque, y en la angustia de no poder
detenerse y descansar sin sobresaltos, la hirió, como una punzada, la vuelta a
su casa. Debía encontrarse en ella antes que sus padres llegasen, pero el
conventillo parecía estar al otro extremo del mundo, en un punto adonde ella no
llegaría nunca.
Habíalo borrado casi de sus recuerdos. Los rezos, la risa
continua de las campanas y el aroma del incienso pascual, terminaron por
marearla. Su dolor sólo era un llanto calladito, ronco, que nadie pedía oír en
aquel momento. Andaba maquinalmente, mientras su cabecita envolvíase en sombras.
Un mundo nuevo germinaba en esa obscuridad. Sobre un colchoncillo crujidor
durmió unos segundos, y luego, empujada por la marca de fieles, su cuerpo casi
exánime tropezó con un tabique de un confesionario y se deslizó hacia el ángulo
que éste formaba con la pared.
No se movió ya. En el rincón de sombra, nadie pudo advertir
ese bultito harapiento, acurrucado, casi muerto; ni el propio sacristán, que
apagó uno a uno las cirios humeantes y cerró después, las enormes puertas
coloniales de la iglesia.
Pichuca dormía ya profundamente, olvidaba de todo. En un
comienzo le pareció que bajaba desde muy alto, por entre las estrellas, sin
tocarlas nunca, con una suave vacilación de plumas que desciende. Imaginóse que
unas alas le habían brotado de las hombros por entre las roturas de su rebozo,
cuyas puntas, al bajar, se agitaban en el aire puro, transparente, lleno de
luminoso sosiego.
Y nada más, Pichuca no alcanzó a notar el silencio de las grandes campanas ni
la soledad gris del templo donde brilló como un astro de fuego la lamparilla
votiva, ni menos la fuga del incienso a través de los vitrales entreabiertos, a
fundir su azulada tenuidad con el alma roja del polvo, detenido sobre la noche.
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A mis 68 años, busque este cuento, del cual solo recordaba su nombre 'Trapito sucio'. Recien sabiendo leer y seguro con la influencia de mi hermano mayor de 11 y profesor de catellano y yo el menor, le leia todos los cuentos de hasta aproximadamente 15 paginas (como De los Apeninos a Los Andes, El gigante egoista, El principe feliz, etc.) a mi madre la cual con un amor grandioso se sometia a mi llamada y me escuchaba los cuentos que me habian gustado y yo se los leia emocionado. Hoy con la nostalgia de mis padres , mi hermano mayor, otro hermano y tres hemanas que ya me estan acompañando como seres luminosos, me he vuelto a emocionasr al leer este cuento que magicamente me retorno a mi niñez. Nuchas gracias por este cuento y la maravillosa poesia de Max Jara 'Ojitos de pena carita de luna...'.
ResponderEliminarMuchas gracias, querido lector, hermano en las emociones que provoca la Literatura. Precisamente por eso dejo espacio en este blog para las "lecturas inolvidables" porque siempre nos despiertan recuerdos, emociones, sensaciones y sentimientos. Gracias por comentar y compartir
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