No hay, en la tradición cristiana, un misterio más fecundo que la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Y no podía ser de otra manera, puesto que su sacrificio es la piedra angular de nuestra fe y de él arrancan todas nuestras creencias religiosas y gran parte de las esperanzas de la humanidad.
Y hablar de esperanzas y humanidad es hablar de poesía, ya que la poesía anida en cada uno de los sueños y anhelos del hombre, es esa chispa que luce en sus ojos, ese destello de emoción que nos conmueve. La poesía no estuvo ajena a esa tarde oscura del Gólgota. Estuvo allí, a la sombra del crucificado, en las manchas de sangre impresas en el madero, en la corona de espinas y en el manantial de su costado.
José Miguel Ibáñez Langlois, por ejemplo, nos dice que “La pasión, muerte y resurrección / de Jesús el llamado Cristo / es lo único importante que ha / ocurrido en la historia de la Creación. / (...) / ¿Qué es el nacimiento de la verde / espesura del planeta tierra / si no el comienzo de la fabricación del / madero de la Santa Cruz?”, y agrega: “el mundo es una misa que se parece al / mundo”.
El sacrificio se repite todos los días, en cada ofensa que le hacemos y en cada cruz que cargamos.
Eduardo Anguita nos recuerda que “sus llagas se hicieron por todos ellos, / por todos nosotros / y todos cabemos en ellas / y todos somos redimidos”.
No fue en vano la pasión, nadie ha podido rebatir nunca al Evangelio de la Poesía. Pero, ¿cómo fue aquel día?, por los apóstoles sabemos que hubo cataclismos y tormentas, que todo se volvió nieblas y espanto. Max Jara nos ilustra: “Llegaron las nieblas cansadas y errantes / venían llorando de tierras distantes. / Pasaban las nieblas, marcando en el cielo / con brunos crespones su lúgubre vuelo / flotaban al aire como gran sudario: / eran dolorosas marchando al Calvario / Se agrupaban todas inquietas y adustas. / Azotaba a todos un tiempo de angustias. / Venía con ellas un soplo de espanto. / Dejaban tras ellas un ritmo de llanto”.
Aludiendo también a la negra tormenta, Violeta Parra agrega: “Se oscurecieron los cielos / con todos sus elementos, / bramaron los cuatro vientos / se alborotaron los mares, / once resuellan pesares, / el doce vendió al Maestro. / (...) / se irrita el cielo por esto / y ordena la tempestad; / pregona la inmensidad: / mataron al Padre Nuestro”.
Cuán grande fue el sufrimiento y el amor de Cristo al morir, Gabriela Mistral, la dulce maestra de Elqui, llega a sentir odio hacia sus propias comodidades ante la magnitud de un sacrificio mezclado en sangre, traición y abandono: “Ya sudó sangre bajo los olivos / y oyó al que amaba, que negó tres veces. / Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos / ¡aún padece! / (...) / Está sobre el madero todavía / y sed tremenda el labio le estremece. / ¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría, / porque Jesús padece!”.
Ángel Cruchaga Santa María, el más místico de nuestros poetas, se arrebata ante la cruz: “¡Dame Cruz, tu vorágine, tu clara misericordia para entrar otra vez en el mundo!”.
Juan Antonio Massone, en tanto, desgarra su verso en los labios de Cristo: “Me expulsan del tiempo y aún no me recibes / despojo soy a mitad de la tierra y de tus brazos. / Ya no puedo más y siempre otro momento: / ¿por qué me has abandonado?”.
Y para que no queden dudas, el propio Massone, en el Evangelio de la Poesía, vuelve a confirmarlo: la pasión no fue en vano: “...en todo Oriente y Occidente / la misma muerte se ha muerto allí en la cruz”.
En lo personal, mi visión fue la siguiente: Está un hombre agonizando, en un rústico madero / y su cuerpo está sangrando / y su sangre es un reguero, / En la frente tiene espinas / ya teñidas de su sangre / en lo alto, en la colina / está su cruz para salvarme.
Es que en la cruz —y en la poesía— se renueva la esperanza.
prof. Benedicto González Vargas
prof. Benedicto González Vargas
Publicado originalmente en el periódico El Coirón Cordillerano, Puente Alto, en abril de 1994. Ver original acá. Posteriormente, en Revista Letralia N° 161, Cagua, el 2 de abril de 2007. Ver publicación aquí
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