Alrededor de novecientos hombres se reunieron a deliberar en la Meseta de la
Turba; eran los que quedaban en pie, de los cinco mil que tomaron parte en el
levantamiento obrero del territorio de Santa Cruz, en la Patagonia.
Dejaron
ocultos sus caballos en una depresión del faldeo y se encaminaron hacia el
centro de la altiplanicie, que se elevaba como una isla solitaria en medio de
un mar estático, llano y gris. La altura de sus cantiles, de unos trescientos
metros, permitía dominar toda la dilatada pampa de su derredor, y, sobre todo,
las casas de la estancia, una bandada de techos rojos, posada a unos cinco
kilómetros de distancia hacia el sur. En cambio, ningún ojo humano habría
podido descubrir la reunión de los novecientos hombres sobre aquella superficie
cubierta de extensos turbales matizados con pequeños claros de pasto coirón. En
lontananza, por el oeste, sólo se divisaban las lejanas cordilleras azules de
los Andes Patagónicos, único accidente que interrumpía los horizontes de
aquella inmensidad.