La escasez de vocabulario, el abuso de la coprolalia, el descuido ortográfico y caligráfico, la desprolijidad en la redacción, la tendencia obsesiva de crear abreviaturas, algunas ininteligibles para quienes desconocen los códigos, y la evidente distancia con la buena lectura -especialmente de los clásicos- que aporta estilo, elegancia y permite obtener un modelo para ordenar ideas, son problemas bastante comunes de la generación actual y el sistema educacional en su conjunto, partiendo por los docentes, no logra encontrar los caminos para resolver estos males.
Es aquí donde los medios de comunicación no están cumpliendo la función de modelos adecuados que tradicionalmente tuvieron en el pasado. Desde hace un tiempo a esta parte, aunque más acentuado desde la década del 90, la televisión y la radio, bajo el pretexto de romper el “acartonamiento imperante” y ser más “auténticos”, hicieron desaparecer de los micrófonos a los periodistas, conductores, animadores y comentaristas que hacían gala de un uso del lenguaje que servía bien como modelo de buen uso idiomático. Recordar ahora a esos verdaderos próceres de la palabra escrita y hablada, buscar en la red algunas de sus intervenciones es encontrarse en otro mundo lingüístico. Raúl Matas, Enrique Maluenda, Mireya Latorre, Javier Miranda, por solo nombrar a algunos, eran capaces de hacer la publicidad de una salsa de tomates en 30 segundos, pero con lenguaje cuidado, bello, adecuado, donde los adjetivos agregaban valor y no vulgaridad al sustantivo. Su estructura gramatical seguía la norma de sujeto, verbo y predicado, con complementos que iluminaban la oración y la hacían más precisa. Desde la estructura del mensaje, la fórmula introducción, desarrollo y conclusión era infaltable. Nuestros actuales periodistas, conductores y comentaristas, ya no aclaran a través de su lenguaje las ideas que nos quieren transmitir, contumazmente las oscurecen con un uso idiomático defectuoso que solo reproduce la opacidad y vulgaridad existente. Algunos de ellos exhiben, incluso, títulos universitarios, donde en un lustro de carrera en las artes liberales, humanistas o de las disciplinas de la comunicación, parecen no haber aprendido mucho más que darse a entender a tartamudeos henchidos de muletillas, usando figuras retóricas de vulgar e impropia construcción, cambiando el significado de las palabras o inventando nuevas cuando la real no acude oportunamente ante los micrófonos. ¿Cómo va a concurrir a la conciencia lingüística de un hablante lo que no se posee?
Hoy las universidades serias, no aquellas que ofrecen grados y títulos académicos de fácil adquisición a través de la escandalosa superficialidad de las mallas curriculares, hacen esfuerzos casi heroicos para suplir en los primeros semestres de un estudiante aquellas habilidades comunicativas que deberían haber adquirido en la educación escolar.
Decía, al inicio de este artículo, que estas reflexiones surgieron de una interesante conversación con Roberto Cuéllar, quiero detenerme unos momentos en su profesión de abogado y tratar de imaginar cómo un profesional formado en la escuela de Derecho de la principal universidad del país, que sirvió como subsecretario y ministro de estado de un gobernante como Salvador Allende, de reconocido talento oratorio, puede sentirse ante el trabajo de políticos y legisladores que con su falta de talento lingüístico no solo hablan mucho y dicen poco (como muy lo representaba Cantinflas en sus películas), sino que lo poco que dicen lo dicen mal. Una ley redactada por estos legisladores de la modernidad, cuando no está en alto porcentaje plagiada de otras legislaciones, y fundamentada con plagios de Wikipedia, no resiste siquiera la comparación con un solo artículo redactado por esos políticos de antes que sí sabían hablar, leer y escribir de corrido.
Es cierto que los tiempos cambian y mucho más cierto que el lenguaje, como ya lo decía Andrés Bello hace más de una centuria, es una entidad viva que evoluciona y que no hay más autoridad en la lengua que la lengua misma. Todo eso lo comparto. Lo comparto tanto como no me gusta el lema de la Real Academia Española: “Limpia, fija y da esplendor”, que más parece frase publicitaria de algún lavalozas que síntesis de su misión en beneficio del idioma. Pero el cambio y la evolución del lenguaje no pueden escudarse en la vulgaridad, la desprolijidad, la falta de vocabulario y la absurda idea de nivelar hacia abajo para que todos entiendan.
Los docentes –todos los docentes, no solo los de Lenguaje- estamos para ayudar a mejorar esta situación. Ya no tenemos a nuestros tradicionales aliados de antaño: la familia, los escritores, los medios de comunicación, los políticos y autoridades, los periodistas y comunicadores sociales, los sacerdotes desde sus púlpitos y, en fin, todos los que tenían algo que comunicar en público. En las familias ya no se habla como antes, apenas se cruzan algunas palabras para que cada quien se encierre en sus propias aplicaciones tecnológicas. Hoy hay hogares donde no hay libros y hay cenas familiares donde lo único que importa es mostrar el celular más costoso. Los escritores, en beneficio del legítimo rédito económico han bajado sus estándares, han creído a los mercantilistas de siempre que nuestros niños y jóvenes actuales ya no son capaces de entender o de entretenerse con una obra bien escrita y vamos eliminando sinónimos menos usados, conjugaciones verbales más complejas, construcciones sintácticas poco usuales. De los medios de comunicación y de los políticos creo haber ya dado ejemplos suficientes. Los sacerdotes, con los cuales antes uno podía discrepar de sus ideas religiosas, de sus enfoques morales incluso, no podía desconocer sin embargo que hablaban bien, que preparaban sus mensajes y que no salían a improvisar con un par de ideas repetidas, fritos del refrito de algún texto o de un comentarista religioso capaz de escribir un poco mejor.
Duro panorama tenemos. También desafiante tarea. Ojalá los docentes podamos estar a la altura de las necesidades actuales y demos ejemplo de vocabulario, de claridad de ideas, de caligrafía y ortografía y no nos olvidemos que un profesor, de cualquier disciplina que sea, que no lee, está abandonando parte importante de su formación personal permanente.
prof. Benedicto González Vargas
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