Hace un par de meses se conoció un estudio de la Facultad de Comunicaciones de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Microsoft Chile que da a conocer una preocupante realidad a la que los educadores venimos asistiendo en calidad de espectadores hace rato: según el texto, un 82 % de los jóvenes chilenos reconoce que no puede controlar la dependencia que tiene de las redes sociales, especialmente Facebook, Instagram y Twitter. Lo curioso es que los mismos jóvenes entrevistados para esta investigación y en un porcentaje más alto, incluso (89,6%), está convencido que debería invertir menos tiempo en la red, pero, entonces, ¿por qué lo hace? Tres respuestas posibles, distintas y complementarias a la vez, se revelan muy nítidas:
a) Un 73,9 % cree que se puede perder alguna información importante si no está conectado.
b) Un 62 % opina que es más fácil y mejor comunicarse con familiares y amistades a través de la red que frente a frente.
c) Un inquietante 56 % se conecta a redes sociales cuando no está muy bien de ánimo y necesita volver a centrarse.
El análisis detenido de las respuestas mencionadas más arriba puede llevarnos a interesantes conclusiones que revelan de manera descarnada la descomposición de las relaciones familiares, en el sentido de la poca valoración que los jóvenes entregan a las conversaciones directas con los padres (¿o será que los padres no están dejando demasiado tiempo para ellas tampoco?), a la búsqueda de información de primera fuente y no solo rastreo digital de ella, a la falta de interés por la lectura y, por cierto, al nulo tiempo dedicado a la autorreflexión, a la metacognición y a la meditación respecto de nuestras acciones diarias.
Lo anterior me lleva a un tema que suelo tocar siempre en mis clases con estudiantes de distintas edades: de enseñanza básica, enseñanza media y universitarios. Me refiero a la superposición –cuando no franca confusión- de los planos público y privado. A través de las redes sociales nos encontramos cada día más con que nuestros niños y jóvenes no dejan demasiadas de sus acciones en el ámbito privado, hay una suerte de competencia por mostrar cada vez más las cosas que generaciones guardamos para el deleite de nuestro grupo familiar más íntimo o, incluso, solo para nosotros. Lo que puede ser una entretenida e inofensiva imagen de la comida que estamos saboreando, podría asimilarse a la tradicional fotografía familiar “de la mesa recién puesta”, que muchas personas recuerdan como costumbre de sus padres o abuelos, cuando ya se habían masificado las máquinas fotográficas, pero en las redes sociales encontramos eso y mucho más. Abundan las imágenes con exceso de piel, incluso varias de la propia pareja (¿por qué algunos quieren exhibir partes íntimas de la anatomía de su pareja?), qué decir de comentarios inapropiados que revelan estados de ánimo descontrolados y que suelen después tener graves consecuencias en lo familiar, social y hasta laboral (las críticas destempladas a los jefes han provocado demasiados problemas, despidos incluidos, en muchas partes del mundo). La crítica descarnada, destemplada e inmisericorde a quienes caen mal, sean amigos o figuras públicas, sin un ápice de objetividad y resaltando a veces condiciones físicas, raciales, sociales o de diversa índole que más que menoscabar al injuriado, dan una lamentable imagen de quienes así se expresan. ¿Y qué decir de esos estados de ánimo lúgubres, cercanos a la autocompasión que asustan a los lectores casi como si fueran llamados de atención sobre un suicidio.
Según el estudio en comento, 94,3 % de los jóvenes reconoce tener imágenes abiertas; un 72,6 vídeos; un 67,4 % la dirección de correo electrónico; un 47, 5 % el lugar donde trabajan o estudian. Por otro lado, un 61,6 % habla con usuarios que no conoce en persona.
Nada de lo anotado anteriormente es negativo per se, yo mismo tengo contactos en el extranjero con escritores y docentes que viven en países tan distintos como Estados Unidos, España, Venezuela o Argentina, algunos de los cuales tal vez no llegue a conocer nunca personalmente. Yo mismo, incluso, he pensado revitalizar algunas clases haciendo que mis estudiantes comenten ciertos textos o situaciones con estudiantes de otros países, contactados especialmente para tal efecto. Creo, por lo tanto, que la diferencia, radica en el objetivo de dichas conversaciones y si ese objetivo está claro, es inocuo o, mejor, provechoso para los participantes, me parece bien y lo aliento. Sin embargo, abrir los espacios personales a desconocidos solo por una suerte de exhibicionismo digital me parece grave y peligroso.
Nuestros jóvenes y niños se reconocen dependientes de las redes sociales. ¿Qué haremos nosotros, adultos, que somos sus familiares o profesores o guías espirituales, para reencantarlos con la mejor conexión, tangible, dichosa y dolorosa, que es la vida misma?
Prof. Benedicto González Vargas
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