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A fines de los 70 fue un guerrillero en el Frente Sandinista de Liberación Nacional, luego, policía en la Nicaragua sandinista y en los 80 se convirtió en detective privado. Por un que no aparecía relevante, descubrió las más oscuras conexiones entre el narcotráfico y el gobierno de Daniel Ortega. Terminó desterrado en Honduras. Pero cuando se entera de que una antigua amante está enferma, el inspector Dolores Morales decide volver a nicaragua: entra clandestinamente para encontrarse con el alzamiento popular que en 2018 puso en jaque al gobierno de Ortega. Ahí arranca Tongolele no sabía bailar, la última novela de Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) y la que originó la orden en su contra por el régimen.
En su Historia verdadera, Luciano de Samosata, escritor griego satírico que vivió en el siglo II de nuestra era, presenta la primera ficción científica de otros planetas de que se tiene noticia. También, a él debemos una versión escrita de la leyenda de Ícaro. Pero solo hasta 1634 cuando Johannes Kepler, astrónomo y matemático alemán, publique Somnium. Este serio autor que enuncia leyes universales (?) poderosamente poéticas, nos dice que los planetas emiten una música maravillosa, inaudible para oídos humanos, compuesta para el regodeo de una Divinidad que mora en el Sol. Más tarde, Un hombre en la luna, del obispo inglés Francis Godwin, repite mitos y supersticiones sobre los selenitas y su adictivo satélite. Cyrano de Bergerac, otro poeta, esta vez dramático (célebre gracias al retrato que le hizo Edmond Rostand), vuelve a encumbrarse hacia el éter, propulsado por cohetes en su obra Viaje a la Luna y al Sol (1645). Hasta que en 1752 Voltaire publica Micromegas, donde nos visita por primera vez un ser procedente del espacio exterior. Sola, entre bestias sueltas, la romántica Mary W. Shelley da vida a Frankenstein, el moderno Prometeo (1818), engendro inicitático de toda CF, multiforme, aberrante, un espejo que aún no nos atrevemos a mirar de frente.