Punto de escape, un túnel que se derrumba y del que apenas sale vivo, una cloaca, la sombra, la noche, la aparente libertad, el tren. El tren real y el imaginado, que se funda en una sola materia que parecería otro sueño de no estar allí, sobre su cuerpo, las huellas de la tortura, las bofetadas, la picana eléctrica. Y en el tren, la gorda del cigarro, que no se sabe si es soplona de la policía y, conversando como al descuido, los tres siniestros capos de la Secreta. El tren, fundado hace cien años por el dictador López, se arrastra lentamente por la húmeda noche del trópico paraguayo. ¿Va hacia alguna parte?
Sí, va hacia el pueblo físico y material de Iturbe, donde vivió el fugitivo su infancia, y también a Manorá (la ciudad para la muerte), la aldea espiritual que formó en los tiempos del maestro Cristaldo, superponiéndose al pueblo real de Iturbe. El maestro Cristaldo, aparecido no se sabe de dónde, tal vez de un sueño soñado por él mismo y que cambió la atmósfera hasta hacerla mágica y la laguna podrida hasta hacerla un vergel. El que, acaso, diseñó aquella frase que es la clave de esta novela: "Por muchas vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia".
Manorá es un homenaje a las ciudades imaginarias que -de haberla conocido- Ítalo Calvino habría nombrado entre sus ciudades invisibles. El autor las cita para que no quede duda alguna sobre esta pleitesía cómplice: Macondo, Santa María, Comala.
¿En qué termina la aventura del fugitivo? Acaso no termine, sino sobre esa epidermis que es la realidad cotidiana, pero no en el trasmundo de esta Manorá, hecha de sueños, de nieblas y tinieblas.
Contravida, como lo muestra su nombre, es una novela encabalgada entre dos vidas: aquella de todos los días y la otra, la del sueño, las visiones, el trasmundo que se infiltra hasta construir una Manorá sobre la triste existencia de Iturbe, todo lo cual sólo puede contarlo un maestro. Y Augusto Roa Bastos lo es.
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