(de Gabriela Lezaeta)
Ella viajó en un bus para conocer el último árbol que existía en la
tierra.
Imponente y solitario se alzaba en la entrada de este museo. Se
desplegaba frondoso, gigante, vivo entre cúpulas de cemento, brillante
con tanto rocío que cada tres minutos exactos le caía en una lluvia finísima
e imperceptible. Pizarras luminosas daban a conocer leyendas sobre lo que
fue esa especie que llegó a constituir bosques. Tras largos estudios se logró
cultivar esta única muestra en un laboratorio. Cientos de pájaros artificiales
volaban alrededor de él. Hermosos, de variados colores, hechos de xinox*,
producían un zumbido similar al de las abejas de la antigüedad, según
explicaban los letreros azules y amarillos que encendían y apagaban sus
circuitos eléctricos alternativamente. Con gran disciplina y obediencia
frente a las instrucciones, los visitantes formaban una extensa fila. Sólo
disponían de los exactos tres minutos entre una lluvia de rocío y otra, para
contemplar a gusto el extraño árbol.