Ovidio, el genial escritor romano, nos cuenta en su libro Metamorfosis, la historia de Pigmalión, rey de Creta, que había asegurado a los dioses que nunca se enamoraría de ninguna mujer, a menos que fuera perfecta, y tal vez como una forma de manifestar esa perfección, él -quien tenía talento como escultor- empezó a crear una estatua de la mujer perfecta.
Eligió los mejores materiales, el mármol más blanco, suave y bello. Trabajaba día y noche y aunque muchos escultores hubieran dado ya por terminada la obra, él seguía perfeccionándola en grado superlativo. Cuando quedó satisfecho con su obra, fue tal su alegría que no cabía en sí de emoción y felicidad. Ante sus ojos tenía a la mujer físicamente perfecta y aun que sabía que era una estatua no pudo evitar enamorarse de ella. Pigmalión, entonces, le puso por nombre Galatea, empezó a cortejarla, la acariciaba y besaba como si fuera real, la vestía y desvestía, la imaginaba tierna, amorosa, delicada, suave, apasionada. Pero con el paso del tiempo, la inmovilidad de su amada, la frialdad y dureza de sus manos, de sus labios y toda su piel, lo desesperaron, pues la mujer que amaba nunca le iba a corresponder.