(de José Santos González Vera)
Fui desde pequeño poco camorrero (1). En la escuela del pueblo, al
llegar una mañana con una corbata que sujetaba bajo las alas del cuello,
los mocosos (2) de mi curso me la quitaron de un tirón. En vez de
arremeter contra ellos busqué, llorando, el amparo del profesor. A poco
de venirme a Santiago, entreteníame, en la puerta de un almacén, en
tirar granos de maíz. Uno cayó en la cabeza
de un chico que pasaba. Se indignó. En vano le di excusas. Quería
camorra. Y de palabra en palabra evolucionó hasta entrarme una bofetada
en las costillas. No me quedó otra salida
que pelear. Al primer o segundo encuentro le toqué la nariz y un
hilillo de sangre empezó a fluirle. El muchachito asustado, soltó el
llanto. ¡Qué esfuerzos no hice por consolarle! Me injurió cuanto quiso y
debía aguantar como bueno. Al irse, me sentí monstruo.
Tiempo después, en la casa de Ledesma,
que poseía guantes de box, me los puse por mera curiosidad con un joven
que me echó al suelo del primer golpe. Pronto Ledesma me instruyó en su manejo y aprendí a protegerme el rostro y el estómago. Seguí poniéndomelos a las pérdidas con éste, sin que pasara de un juego. Se agregó a nosotros un joven peluquero, algo más alto que yo, de cabeza pequeña, ojos
fríos y brazos musculosos. Se le ocurrió enfrentarse conmigo por
casualidad. El peluquero, no bien sopesó mi empuje, me acometió con su
derecha, deseoso de golpearme entre ceja y ceja. Con el mismo brazo
desvié los golpes y con mi puño izquierdo híceme presente en su costado
descubierto, si saña, como quien deja su tarjeta de visita. Se enojó
grandemente y, por instantes, lograba intimidarme con el fulgor de sus
malignos ojos. ¡Qué empecinamiento el suyo! Aunque no sabía manejar su
izquierda, debilidad que siempre me dejaba blanco, continuaba
arremetiéndome con tremendos rectos, Su propósito de estropearme la cara
llegó a obsesionarle. El encuentro perdió interés para mí. Veíame
obligado a permanecer a la defensiva puesto que no era mi deseo
golpearlo. No obstante, a la primera falla de mi defensa podía echarme
al suelo, magulladísimo. El bribón se resistió a suspender la pelea.
Anhelaba cansarme y zurrarme enseguida. Dejé los guantes y, con pesar y
rencor, él se quitó los suyos. Acechaba sin dejar de clavarme sus ojos
fríos y metálicos. Mis recursos eran mayores, pero me aventajaba en
resistencia.
Casi a diario le hallaba en la puerta de la peluquería. Era perro de
presa y, con inquebrantable constancia, proponíame que volviéramos a
ensayar, aunque fuera sin guantes. Le respondía que en tales condiciones
acabaría conmigo en un momento. Esto no lo halagaba. Quería pegarme,
establecer su superioridad sin circunloquios. El sobrino continuó
instándome tarde y mañana. Mantuve mi negativa. Arreciaron entonces los
codazos, las zancadillas y las bromas mortificantes. Aguanté lo más que
pude la desagradable prueba. Una tarde consiguió, por fin, alterarme, y
consentí en pelear a la mañana siguiente, guiado en esto por mi defecto
de postergar las decisiones. El sobrinito puso rostro de complacencia y
hasta quiso que fuéramos a servirnos una golosina. Llegué antes de las
ocho y le esperé en el desierto pasadizo del colegio de enfrente. Diez
minutos más tarde apareció mi contendor y se alegró tanto de verme allí,
hecho un hombrecito, que pretendió abrazarme. ¡Qué sujeto más
extravagante! Yo estaba indignado de no tener más salida que esa
estúpida pelea, que ni siquiera obedecía a los móviles de toda riña. Sin
retardo, nos internamos por el pasillo. Puso su espalda contra la pared
y yo me situé frente a él. Nos entregamos a lo nuestro. Me entró tal o
cual golpe sin consecuencia. Le pegué en la oreja. Me respondió con un
golpe al cuello. Así estuvimos uno o dos minutos. Luego, con toda mi
fuerza, le dirigí una bofetada a los ojos. Hizo un gracioso quite y mi
puño rebotó en la muralla, desconchándola (3) ligeramente. Quedé con mis
coyunturas sangrando. El sobrino se impresionó y propúsome suspender el
encuentro.
Notas:
(1) Camorrero: peleador, buscapleitos.
(2) Niños, también se usa para referirse a personas inmaduras.
(3) Descascarando la pintura o el enyesado.
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