(de Mariano Latorre)
Pichuca, la única hija del Ojo de Buey, no estaba dormida ,
sin embargo el silencio que dulcemente la rodeó apenas los tres borrachos
abandonaron el cuarto, terminó de despertarla. Como en los amaneceres, sentóse
en su colchoncito de hojas de maíz, que a cada uno de sus movimientos crujía
como si bajo él gritasen un millón de grillos asustados. Se restregó los ojos
una y otra vez. El silencio como una araña invisible, empezó a tejer en torno
suyo una tela de medrosa soledad. Soledad hecha de ruidos confusos y tenues;
sordo correr de ratones, baratas que se perseguían en los viejos papeles
despegados, dulce sollozo de una llave de agua a medio cerrar en el ancho patio
del conventillo. El sobresalto trajo la claridad de la conciencia. Estaba sola.
Creyéndola dormida, sus padres y su padrino salieron a divertirse. En su
cabecita sobreexcitada, esta Noche Buena que alegraba a todos y de la cual la
eliminaban a ella, había prendido como un prodigio. La angustia apretó la
garganta con sus anillos de serpiente. Fue un sollozo convulsivo, primero;
llanto aliviador y luminoso, después. En su húmedo bienestar brilló, entonces,
una resolución: conocer el secreto de la Noche Buena.