(de Georgina Vargas Bravo)
Era una gris y nostálgica mañana de abril de 1942, el frío calaba nuestro cuerpo y la neblina blanqueaba nuestras cabezas y las de las pocas personas que a esa hora transitaban por el lugar.
Mi hermana, dos años mayor, me sostenía de la mano y yo sentía su tibieza, juntas apuramos nuestro caminar; yo estaba tan ansiosa por llegar a la escuelita que me cobijaría durante los siguientes años de mi niñez: la recordada Escuela Superior de Niñas N° 15, de Chimbarongo. Mi primer día de clases ha quedado como un recuerdo imborrable en mi vida. La escuela, una vieja casona de adobe cuyas salas alineadas a lo largo del hermoso corredor cubierto de enredaderas y rojos cardenales; en los extremos, las salas del primero y sexto año. Al lado de la de primero, un gran patio techado llamado gimnasio, lugar donde se ubicaban las mesas para almorzar y saborear en los humeantes platos de greda las distintas comidas que día a día se preparaban para nuestra alimentación. Al otro extremo, "las casitas", pequeñas cabinas con un cajón. Había una para cada curso y otra para las profesoras.