lunes, 30 de enero de 2017

El arte de la resurrección, de Hernán Rivera Letelier

Acabo de leer la novela El arte de la resurrección, de Hernán Rivera Letelier que, como todas sus obras está ambientada en las salitreras, en ese imaginario nortino que se aferra a la historia y los recuerdos de una realidad social y cultural que ya no existe, pero que dejó su impronta grabada a fuego en la inmensidad de nuestro desierto y en las abandonadas oficinas salitreras. El protagonista principal, en esta ocasión, es el ya legendario Domingo Zárate Vega, el Cristo de Elqui, suerte de profeta, santón o iluminado que, a despecho de la Iglesia Católica   (y de los pastores evangélicos, por cierto), recorrió nuestro país predicando y afirmando ser la reencarnación de Jesús. En el relato de Rivera Letelier, ambientado en la oficina salitrera Providencia, conocida como “La Piojo”, el Cristo de Elqui, justo a la mitad de sus años en el oficio de iluminado, llega no solo a predicar sino que, fundamentalmente, a buscar a una mujer que lo acompañe, lo cuide, le de su amor y su cuerpo y sea, en todo momento, su discípula en los diez años que aún le quedan de prédicas, puesto que había prometido recorrer durante 20 años cada pueblo de Chile entregando sus enseñanzas.


La novela, que tuvo gran recepción en la crítica internacional y algunas voces disonantes entre los académicos y críticos chilenos, nos transmite con acierto, emotividad y no poco humor, las luces y sombras de un protagonista que no tuvimos la oportunidad de conocer ni escuchar, pero que sigue vivo en la literatura chilena, gracias al gran Nicanor Parra y a Rivera Letelier. Personaje complejo en su dimensión humana, a veces demasiado humano y demasiado cuerdo, en otras oportunidades, un loco de atar. El Cristo de Elqui de Rivera Letelier se inscribe con acierto en la gran tradición literaria de enajenados que, sin embargo, no dejan de entregarnos una dosis de atinada reflexión.

Particularmente notable en esa dualidad que nos quiere mostrar Rivera Letelier es su configuración como devoto espiritual y, a la vez, permanente buscador de los favores sexuales que, por ser hombre, no dejan de atormentarlo. Su buen récord de éxito con las mujeres no podría adivinarse envuelto no solo en sus hábitos, miserablemente viejos, sino que –peor aún- en ese olor de caminante polvoriento y sudado, poco amigo del agua y del jabón.

Foto original del verdadero
Cristo de Elqui
La novela, aunque no oculta la ironía con  ese personaje casi grotesco de tiempos ya pasados, va develando a través de las palabras que pone en boca del predicador y a través de los sentimientos que nos va revelando que, en esa época como en la nuestra, más valor tiene un ser humano loco y hediondo que, sin embargo, tiene nobles sentimientos, que muchos otros “ciudadanos” que ostentan mejor ubicación en la sociedad, que visten y huelen bien, pero que no podrían usarse de ejemplo para nadie; ésa y no otra sea tal vez el contraste que se manifiesta entre el Cristo y el sacerdote o el administrador de la oficina, o el jefe de guardias, por solo mencionar tres ejemplos.

Otro personaje bien delineado, aunque más inverosímil, hay que admitirlo, es Magalena Mercado, la prostituta de la cual se enamora el Cristo y que, pese a dedicarse con pasión y profesionalismo a su oficio de meretriz, es también, una verdadera santa cuya principal ocupación es ayudar en todo momento a su prójimo. La prostituta que acarrea por donde va una imagen en tamaño natural de la Virgen María y que la tiene al lado de su cama mientras oficia de ramera. Magalena representa una clara oposición a la hipocresía puritana de aquellos que aparentan tener una altura moral que resulta ser solo una mentira. Tal vez del momento más inolvidable de la novela lo protagoniza ella al ser expulsada de la oficina salitrera e instalarse con su cama y su virgen en pleno desierto a la vera de la línea férrea.

La obra nos entrega interesantes datos sobre este loco Cristo venido de las místicas tierras del Valle de Elqui. El entorno histórico y cultural de la novela es sólido y los datos que entrega en abundancia sobre el Cristo son reales y pueden rastrearse en viejos diarios, revistas y documentos eclesiásticos, como la carta enviada a todos los feligreses por el cardenal José María Caro previniendo a los católicos de abstenerse de escuchar al enajenado. A través de los recuerdos de Zárate nos cuenta, por ejemplo, cómo la primera vez que viajó a Santiago  y lo esperaban miles de seguidores, fue bajado del tren  antes de llegar a la Estación Mapocho y recluido algunos meses en un sanatorio mental.

No puedo dejar pasar que esta obra, como casi todas las de Rivera Letelier, configura otra pieza del mundo literario que va configurando Rivera Letelier quien, a la manera de Gabriel García Márquez va dejando marcas, intratextualidades de su propia obra que se van ensamblando como una única y gran novela. En El arte de la Resurreción recordamos escenas y personajes de Santa María de las flores negras, Fatamorgana de amor con banda de música, Los trenes se van al purgatorio, etc. que, para quienes las han leído son un grato hallazgo y reencuentro.

En definitiva, la obra es una buena manera de recordar a este Cristo chileno que causó admiración y esperanza en las capas populares en las décadas del 30 y 40 y que, como un espejo, va reflejando la idiosincrasia de nuestro pueblo. Novela interesante, divertida, cautivante. Se lee con rapidez y placer y nos devuelve un trozo de la historia humana de Chile que, si no fuera por Rivera Letelier, no tendríamos acceso a ella. Pero lo más importante es, sin duda, que nos sigue provocando el placer de leer. 

prof. Benedicto González Vargas

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