Entre los
actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos,
debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo. Perro abandonado y
callejero, recogido un día a lo largo
de una marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de
algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay
un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos.
Imagen viva de tantos ausentes, muy
pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el
propio nombre de su regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de ese modo
fuera algo de todos y de cada uno. Sin embargo, no pocas protestas levantaba al
principio su presencia en el cuartel; causa era de grandes alborotos y por
ellos tratóse en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en
consejo general de ofendidos, pero Coquimbo no apareció. Se había hecho humo
como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque
siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre
las faldas de su abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo
peligro había pasado.
Se cuenta que
Coquimbo tocó personalmente parte de la gloria que en el día memorable del Alto de la Alianza
conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quien pasó
el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga. Y se cuenta también que
de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual del Coquimbo y el
último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno,
en su esfera, había alcanzado en ellas...
Pero mejor será referir el cuento tal
como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias
palabras, sobre todo cuando nada hay que esconder.
Al
entrar en batalla, la madrugada del 26 de mayo de 1880, el Regimiento Coquimbo no sabía a qué atenerse
respecto de su segundo jefe, el comandante Pinto, pues días antes solamente de la
marcha sobre Tacna había recibido un ascenso de mayor y su nombramiento de
segundo comandante. Por noble compañerismo, deseaban todos los oficiales del
cuerpo que semejante honor recayera en algún capitán de la propia casa, y con
tales deseos esperaban, francamente, a otro. Pero el ministro de la guerra en
campaña, a la sazón don Rafael Sotomayor, lo había dispuesto así. Por tales
razones, que a nadie ofendían, el comandante Pinto Agüero fue recibido con
reserva y frialdad en el regimiento. Sencillamente, era un desconocido para
todos ellos; acaso sería también un cobarde. ¿Quién sabía lo contrario? ¿Dónde
se había probado?
Así las cosas
y los ánimos, despuntó con el sol la hora de la batalla que iba a trocar bien luego no sólo la ojeriza
de los hombres, sino la suerte de tres naciones. Rotos los fuegos, a los diez
minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y mortalmente herido a la cabeza de
su tropa, el que más tarde iba a de ser el héroe feliz de Huamachuco, don
Alejandro Gorostiaga. En consecuencia, el mando correspondía —¡travesuras del
destino!— al segundo jefe; por lo que el regimiento se preguntaba con verdadera
ansiedad qué haría Pinto Agüero como primer jefe.
Pero la
expectación, por fortuna, duró bien poco. Luego se vio al joven comandante
salir al galope de su caballo de las filas postreras, pasar por el flanco de
las unidades que lo miraban ávidamente, llegar al sitio que le señalaba su
puesto, la cabeza del regimiento, y seguir más adelante todavía.
Todos se
miraron entonces, ¿a dónde iba a parar? Veinte pasos a vanguardia revolvió su
corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a la desconfianza y al valor de
los suyos, ordenó el avance del regimiento, sereno como en una parada de gala,
únicamente altivo y dichoso por la honra de comandar a tantos bravos.
La tropa,
aliviada de enorme peso, y porque la audacia es aliento y contagio, lanzóse
impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo
empeño de llegar a su lado.
El capitán
desconocido de la víspera, el cobarde tal vez, no se dejó alcanzar por ninguno,
aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y subalternos,
rodeando su caballo herido, lo aclamaron en un grito de
admiración.
Coquimbo, por
su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los extremos, había atrapado del ancho mameluco de
bayeta (y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos
que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.
Y esta hazaña
que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó de confirmarlo el niño mimado del
regimiento. Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo
y querido de la personalidad de todos; de algo material del regimiento, así
como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber, que los soldados
encarnan en sus frágiles pliegues. Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda
de gratitud con un amor sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como
cariño de perro. Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según
los rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo digno
de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de ningún otro
perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio que se había
conquistado con una acción que acaso él mismo calificaba de distinguida.
Llegó, por
fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima. Coquimbo, naturalmente, era de la gran
partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla. Pero el
perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos que tanto conocía,
las muestras de contento que manifestaba cada vez que el regimiento salía a
campaña. No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de
las cuadras: de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle,
bullicioso y feliz, como un tambor de la banda. Antes, por el contrario, triste
y casi gruñón, se echó desde temprano a orillas del camino, frente a la puerta
del canal en que se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar
que no se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.
¡Pobre
Coquimbo! ¡Quién puede decir si no olía en el aire la sangre de sus amigos, que
en el curso de breves horas iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio
y cercano fin que a él le aguardaba!
La noche cerró
sobre Lurín, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte lívido de una alborada
de invierno. Casi confundido con la franja argentada de espuma que formaban las
olas fosforescentes al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo cual una
sierpe de metálicas escamas.
El
eco de las aguas apagaba los rumores de esa marcha de gato que avanza sobre su
presa. Todos sabían que del silencio dependía el éxito afortunado del asalto
que llevaban a las trincheras enemigas. Y nadie hablaba y los soldados se huían
para evitar el choque de has armas. Y ni una luz, ni un reflejo de luz. A
doscientos pasos no se había visto esa sombra que, llevando en su seno todos
los huracanes de la batalla, volaba, sin embargo, siniestra y callada como la misma
muerte.
En tales
condiciones, cada paso adelante era un tanto más en la cuenta de las probabilidades favorables. Y así
habían caminado ya unas cuantas horas. Las esperanzas crecían en proporción;
pero de pronto, inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un
perro, nota agudísima que, a semejanza de la voz del clarín, puede, en el
silencio de la noche, oírse a grandes distancias, sobre todo en las alturas.
—¡Coquimbo!
—exclamaron los soldados. Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera
incurrido en pena de la vida. De allí a poco se destacó al frente de la columna
la silueta de un jinete que llegaba a media rienda. Reconocido con las precauciones
de ordenanza, pasó a hablar con el comandante Soto, el bravo José María Segundo
Soto, y, tras de lacónica plática, partió con igual prisa, borrándose en la
niebla, a corta distancia. Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la
División, coronel Lynch, el cual ordenaba redoblar "silencio y
cuidado" por haberse descubierto avanzadas peruanas en la dirección que
llevaba el Coquimbo.
A manera de
palabra mágica, la nueva consigna corrió de boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila,
y se continuó la marcha; pero esta vez parecía que los soldados se tragaban el
aliento. Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de
un árbol. Sólo se oía el ir y venir de las olas del mar; aquí suave y manso
como haciéndose cómplice del golpe; allá violento y sonoro, donde las rocas lo
dejaban sin playa.
Entre tanto,
comenzaba a divisarse en el horizonte de vanguardia una mancha renegrida y
profunda, que hubiese hecho creer en la boca de una cueva
inmensa cavada en el cielo. Eran el Morro
y el Salto del Fraile, lejanos todavía; pero ya visibles. Hasta ahí la fortuna
estaba por los nuestros; nada había que lamentar. El plan de ataque se cumplía
al pie de la letra. Los soldados se estrechaban las manos en silencio,
saboreando el triunfo. Mas el destino había escrito en la portada de las
grandes victorias que les tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya
sangre, oscura y sin deudos, pero muy armada, debía correr la primera sobre
aquel campo, como ofrenda a los números adversos.
Coquimbo ladró
de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las sombras. En
vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería
su cariñosa angustia. ¡Todo inútil! Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el
paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había denunciado el
coronel Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí por última vez para amigos
y contrarios.
Un oficial se
destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto. Separó dos soldados y entre los tres, a
tientas, volviendo la cara, ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su
agonía.
En las filas
se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el viento arranca a las arboladuras de los
bosques... y siguieron andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el
desahogo de una venganza implacable. Y quien haya criado un perro y hecho de él
un compañero y un amigo comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla
escena que yo cuento como puedo arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos
de corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y bronce que iban a asaltar,
pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras mujeriles de
este rasgo característico: su piadoso amor a los animales.
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