(de Olegario Lazo Baeza)
Un viejecito de barba larga y blanca, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito:
-¡Cabo de guardia !
El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera
estado en acecho. Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló:
-¿Estará mi hijo?
El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como
una estatua de sal .
-El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del
suyo repuso el suboficial.
-Manuel… Manuel Zapata, señor.
El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria:
-¿Manuel Zapata…? ¿Manuel Zapata…?
Y con tono seguro:
-No conozco ningún soldado de ese nombre.
El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus
zapatos, y sonriendo irónicamente:
-¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea…
El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación,
se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo:
-Es el nuevo, el recién
salido de la Escuela.
-¡Diablos! El que nos palabrea tanto…
El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora y, como
lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo
hizo pasar al cuerpo de guardia. El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto
al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo
miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto
chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona
empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina
de cresta roja y pico negro abierto por el calor.
Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños:
-¡Cazuela! ¡Cazuela!
El paisano, nervioso por la idea de ver a su hijo, agitado con la
vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus
pensamientos.
-¡Ja, ja, ja!… Sí, Cazuela…, pero para mi niño.
Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó:
-¡Cinco años sin verlo…!
Más alegre rascándose detrás de la oreja:
-No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja,
ja…!
Uno de guardia, pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el
sable, fue a llamar al teniente.
Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un
grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto. El
soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de
sus botas, y dijo:
-Lo buscan…, mi teniente.
No sé por qué fenómeno del pensamiento, la encogida figura de
su padre relampagueó en su mente.
Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que
oyeran sus camaradas:
-En este pueblo…, no conozco a nadie…
El soldado dio detalles no pedidos:
-Es un hombrecito arrugado, con manta… Viene de lejos. Trae un
canastito…
Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera:
-Está bien… ¡Retírese!
La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata… Y
como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó
la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la
contera de su sable.
A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy
sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes.
A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos
como un pollo:
-¡Lo buscan, mi teniente!
Un hombrecito del campo… dice que es el
padre de su mercé…
Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro,
lo pisó con furia, y repuso:
- ¡Váyase! Ya voy.
Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.
El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia
que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata.
Mientras tanto, el padre, a quien los años habían tornado el corazón de
hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento.
Al menor ruido, miraba afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo
como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo
que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus
armas, sus arreos, sus caballos…
El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las
caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos:
-Te buscan… Dicen que es tu padre.
Zapata, desviando la mirada, no contestó.
-Está en el cuerpo de guardia… No quiere moverse.
Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue
allá.
Al entrar, un soldado gritó:
-¡Atenciooón!
La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con
ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco. El viejecito,
deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del
canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro.
Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo.
Temblando de placer, gritó:
-¡Mañungo!, ¡Mañunguito…!
El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos.
Le palpitaban los músculos de la cara.
El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al
oído:
-¡Qué ocurrencia la suya…! ¡Venir a verme…! Tengo servicio…
No
puedo salir.
Y se entró bruscamente.
El campesino volvió a la guardia,
desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del
canasto y se la dio al sargento.
-Tome: para ustedes, para ustedes solos.
Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño.
Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos:
-Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Denle un pedacito…!
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