Cuando llega el verano en mi país, junto con el alza de las
temperaturas y los preparativos para las vacaciones de miles de
compatriotas, sabemos que hay un riesgo latente que, lamentablemente,
siempre se hace patente: los incendios forestales.
Los bosques de Chile, que son cientos de miles de hectáreas entre la
IV Región de Coquimbo, en el centro norte del país, y la Isla de Tierra
del Fuego en el Estrecho de Magallanes, no sólo se encuentran con un
clima más seco por la falta de humedad en el ambiente, sino que, además,
se encuentran acechados por la enorme cantidad de basura que los
turistas van dejando abandonada. Indudablemente, las botellas de
plástico y vidrio son las más peligrosas por el más que evidente
potencial de generar fuego en los resecos pastizales.
Pero eso, en Chile, lo sabemos, cada año empiezan las campañas para
no dejar desperdicios, para cuidarse de encender fogatas o dejar
colillas de cigarrillos a medio apagar, pero cada vez son más los
incendios que nos aquejan y la curva estadística sube sin control. Peor
aún, el calentamiento global ha generado condiciones atmosféricas
propicias para desencadenar enormes incendios. En Chile hablamos del
triple 30, la peor combinación que podemos tener y que, lamentablemente,
ha llegado para quedarse cada verano: sobre 30 grados de temperatura,
menos de 30% de humedad y vientos sobre los 30 nudos de velocidad. Lo
sabemos, pero se hace poco por prevenir. De hecho más del 90% del escaso
presupuesto de la Corporación Nacional Forestal (Conaf) está destinado a
combatir incendios y solo un 10% a programas de prevención. A la luz
del incendio que está destruyendo los bosques y pueblos rurales de mi
país, no estamos haciendo bien las cosas.
Hoy las hermosas imágenes del sur de Chile, plenas de un verdor
intenso, están mutando. Cientos de miles de hectáreas quemadas, con
bosques, pastizales y matorrales arrasados. Con toda una fauna silvestre
que ve desaparecer su hábitat y que, en muchos casos, ni siquiera pudo
ponerse a salvo. Sin embargo, los incendios forestales que hoy nos
agobian no se quedaron sólo en la destrucción de bosques y aldeas, están
hoy día avanzando a las ciudades. Miles de casas quemadas con decenas
de miles de damnificados. Más de una decena de compatriotas fallecidos
entre brigadistas forestales de Conaf, Carabineros —nuestra policía
uniformada— y bomberos, que en Chile son estrictamente voluntarios no
remunerados, por vocación y convicción. Se agregan a ellos otros
ciudadanos fallecidos por causa de estos incendios, como un anciano que
murió atrapado por las llamas en Santa Olga (pueblo de cuatro mil
habitantes donde no quedó una sola casa que no fuera reducida a cenizas)
o voluntarios que cayeron tratando de contener las llamas. Mi país se
encuentra en una situación cuyo símil más cercano es un ataque de
guerra. El enemigo terrible es un cordón de fuego que a ratos retrocede,
sólo para atacar con mayor ferocidad y que cuando alcanza una zona
urbana arrasa con todo. Las imágenes más parecieran de una ciudad
devastada por un bombardeo.
Hay miles de compatriotas que no han salvado nada más que la vida y la
ropa que llevaban puesta. Muchas de sus mascotas y animales de granja
murieron calcinados. Otros tantos huyeron y vagan desolados por los
campos, heridos, quemados, muertos de sed y con las cojinetas de las
patas llagadas.
En Chile estamos acostumbrados a las tragedias, hemos sufrido el
terremoto más fuerte en la historia de la humanidad (magnitud 9,5 en
Valdivia en 1960), además de otros muchos sobre magnitud 7; sabemos de
aluviones, maremotos, avalanchas de nieve, sequías y desbordes de ríos. Y
todas esas tragedias que la prensa internacional no se cansa de
mostrar, no nos hacen tanto daño, sin embargo, como estos incendios. El
terrible terremoto (magnitud 8,8) y el posterior maremoto que acabó con
la vida de miles de chilenos en 2010, no causó el dolor y el sentimiento
de impotencia que están causando estos incendios. La razón es muy
simple, en medio de las casas destruidas o arrasadas por el mar, las
personas encontraban algo, aunque fuera en mal estado. Un recuerdo, un
mueble, un artefacto, una fotografía… Las personas que han vuelto a sus
casas y las han encontrado arrasadas sólo han visto cenizas. Y el fuego
es aterrador. En el día es aterrador y en la noche es, simplemente, el
mayor infierno al que puede exponerse una persona.
En medio de tanta desolación y de cierta inmovilidad de nuestras
autoridades al inicio de la emergencia, se ha despertado la ya
proverbial solidaridad nacional. Miles de chilenos se movilizan con
dinero, enseres o trabajo para ayudar a sus hermanos en desgracia.
Hermoso ha sido ver a tantos hermanos extranjeros que han llegado a
Chile a vivir en los últimos años trabajando codo a codo con los
nacionales para extinguir las llamas: colombianos, haitianos,
argentinos, dominicanos, cubanos, bolivianos y peruanos (los inmigrantes
más numerosos en la actualidad). La solidaridad internacional tampoco
nos ha faltado, delegaciones oficiales de brigadistas antiincendios han
llegado de Estados Unidos, Rusia, Venezuela, Portugal, México, Panamá, España,
Ecuador, Francia, Brasil y Argentina.
Chile se levanta literalmente desde las cenizas. Pero debemos hacer algo
más que reaccionar solamente, debemos inculcar a nuestros ciudadanos la
necesidad de cuidar nuestros bosques. Latinoamérica está llena de
bosques y selvas que debemos cuidar. Ojalá en Chile estemos aprendiendo
la lección y de seguro nuestros brigadistas han obtenido ya un máster en
incendios forestales y serán un gran aporte si les toca devolver la
mano a las naciones que lo necesiten en el futuro más que cercano. Pero
hay muchas lecciones que aprender, no sólo en Chile, sino que en toda
América: cómo cuidamos los bosques; cómo, cuándo y con qué los
reforestamos. Gran parte de la voracidad de las llamas se debe también
al pino insigne y al eucaliptus, base de la industria forestal chilena y
altamente combustibles (mucho más que las especies nativas a las que
reemplazaron). Qué recursos materiales, tecnológicos y sobre todo
humanos debemos tener previstos para los años venideros y, sobre todo,
cómo educamos a nuestra población respecto de la convivencia con los
bosques y el fuego.
En cuanto a esto último, parece que tenemos muy poca cultura. Los
españoles durante la Conquista y la Colonia arrasaban los bosques con
fuego para levantar ciudades. Ya en la República, nuestros campesinos
ocupaban (y ocupan) el fuego para hacer quemas controladas y “limpiar”
paños de terreno. Las autoridades chilenas, todas desde la década del
60, fomentaron la reforestación con pinos y eucaliptus, especies
impulsoras del desarrollo forestal y de la producción de celulosa (hoy
muchos critican una política que hasta ayer era aplaudida sin reservas).
Nuestros aborígenes no lo hicieron tan mal, pero tampoco mucho mejor en
su relación con los bosques. En el norte del país, casi no había
bosques. Los pascuenses los arrasaron y se quedaron con una isla sin
árboles (el casi extinto toromiro pascuense ha sido actualmente
reemplazado por palmeras, con las que se está reforestando la isla) y
los mapuches, al contrario de lo que cree la mayoría de mis
compatriotas, no vivían en los bosques, esos espacios sagrados sólo
servían para recolectar y por lo tanto tampoco generaron una cultura de vivir en ellos.
Hoy con todos esos pésimos antecedentes, casi genéticos, se han
levantado ciudades, pueblos, villorrios o barrios acomodados al borde de
los bosques y por ellos es que los incendios están dejando sin vivienda
a tantos compatriotas. Increíble que Chile, con todo su potencial y
desarrollo forestal, no sabe vivir con ni cuidar sus bosques.
Gracias a todos los que han dedicado unos minutos a hacer votos o elevar una plegaria por Chile, sus bosques y sus gentes
prof. Benedicto González Vargas
Artículo publicado originalmente en mi columna Si vas para Chile en la sección Ciudad Letralia, de Revista Letralia
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