miércoles, 3 de febrero de 2010

Entre The Wire y Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson

(por Álvaro Bisama)

Quizás hay que volver a leer y escribir obras gigantescas que desean o pueden sostener un universo completo. Eso pienso estos días en que, de modo insomne y desquiciado, mientras veo un capítulo tras otro de The Wire y no dejo de estar asombrado por la sincronía genial del hecho de que la serie de Ed Burns y David Simon se me aparezca en el momento en que termino de leer Los hombres que no amaban a las mujeres, de Stieg Larsson. No sé si ambos tienen una raíz común, pero es imposible no darse cuenta de que la serie de televisión de HBO y el libro del sueco son proyectos totales que no tienen miedo de perderse en una marea roja de detalles mientras ajustan las minucias de vidas invisibles y, con eso, vuelven político un terreno donde otros solo construyen ficción pura.


No exagero, el tema de The Wire es la ciudad -en este caso Baltmore- leída como una especie de red gigantesca que liga a traficantes, policías, soplones, periodistas, abogados y ciudadanos de todo tipo. La serie, como una novela decimonónica que aspira a reemplazar el mundo, se detiene en los hilos de esa red, calcula la distancia entre los diversos nudos de ese tejido mientras hace chocar a todos contra todos sin moraleja alguna más que la sugerencia de imágenes tan cotidianas como perturbadoras: un dealer que es capaz de explicar El gran Gatsby mejor que cualquier crítico, un policía borracho  que estrella su auto voluntariamente para sacudirse el tedio vital, un estibador que le recuerda a su padre las leyendas del muelle que él le contó cuando niño. Estos relatos -porque en The Wire se habla más de lo que se dispara- hacen de la serie algo tan inquietante como esencial porque Simons y Burns (ayudados por novelistas como Richard Price, George Pelecanos y Dennis Lehane) relatan lo que casi nunca se cuenta de cualquier urbe: aquella infinita cadena de momentos sin sentido que edifican lo real, aquella música secreta que susurra toda ciudad.

Algo parecido sucede con el libro de Larsson. Sí, acá hay un asesino en serie, pero también una heroína fracturada por el abuso, la soledad y ese infierno que resultan ser los otros. Porque es inquietante  Lisbeth Salander, la investigadora punk que es una de las columnas vertebrales de Los hombres que no aman a las mujeres, tatuadas y llenas de piercings, ella sola encarna la imposibilidad de un relato policial construido a partir de la epifanía y el intelecto. Por el contrario, Larsson sugiere algo infinitamente más grave: que es la misma piel del detective -la de Salander- la que debe sufrir los abusos y perversiones que indaga en la vida de los otros, mientras se deambula, incesantemente, en el borde del abismo impronunciable de sus traumas,

Ambas cosas -los infinitos momentos muertos de The Wire, la denuncia de la violencia sexual como una marca comunitaria de la Suecia de Larsson- hacen que estas obras luzcan como hermanas. Está en ellas la voluntad de decirlo todo mientras hacen estallar cierto afán documental que excede cualquier velocidad otorgada por el mero entretenimiento. Por el contrario, acá se indaga justamente en su reverso, en algo que tanta novela de tamaño y pretensiones modestas nos hace olvidar: la necesidad de un arte que no evada la crisis de su tiempo, que se encienda con su propia ambición totalizadora. Eso quizás sucede en estas obras. Destaca en ellas la necesidad de decirlo todo respecto al entorno quizás porque no se puede hacer otra cosa, porque tal vez ahí se lee, en medio de una trama hecha de las pulsiones del crimen, el deber de una ficción necesariamente incómoda, obligadamente contemporánea.

publicado en Artes y Letras, El Mercurio, 5 de abril de 2009




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