Una tarde, en que buscaba piedrecitas para adornarse cerca de un arroyo, Caribay vio venir volando cinco águilas gigantescas. Nunca antes había visto aves semejantes y sintió el enorme deseo de engalanarse con sus plumas. Así que empezó a correr detrás de las sombras que proyectaban en el suelo, con la esperanza de poder alcanzarlas. Corriendo de un cerro a otro, Caribay llegó a la cumbre de una de las montañas más altas, donde las aves se perdieron entre las nubes. La neblina iba cayendo cada vez más rápido y Caribay sentía miedo y frío. Pensó en pedir ayuda, pero, en ese momento, vio nuevamente a las águilas. Pronto bajaron y se posaron cerca de la muchacha, quedando inmóviles. ¡Ahora sí podré arrancarles las plumas! -pensó y se acercó lentamente-. Cuando fue a tocarlas, dio un grito espantoso que resonó entre las montañas, ¡las águilas se habían convertido en hielo!
Con el grito de la muchacha, las águilas despertaron y comenzaron a agitar con furia sus alas, de las que se desprendían plumas blancas que se convirtieron en copos de nieve. Caribay se perdió esa noche entre las montañas.
Desde entonces, cuando Caribay, convertida en el espíritu de la montaña, lanza sus lamentos por los riscos, se despiertan nuevamente las águilas y mueven sus alas, dejando los cerros cubiertos de nieve.
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