No era el que más me gustaba, pero reconozco
el talento y el merecimiento del premio. Creo que si fuera por influencia permanente y por polémicas aseguradas, Enrique Lafourcade
debiera haber sido el elegido. Si es un premio a una trayectoria dedicada a las
letras, Luis Merino Reyes era lejos el merecedor. Si se trata de premiar la
narrativa brillante y sacudirse de paso los prejuicios extraliterarios, Miguel
Serrano se los llevaba por delante a todos. Pero el caso es que el triunfador
fue José Miguel Varas y su premio es merecido, muy merecido. A su casi perfecta
pluma literaria une la no menos brillante pluma periodística (qué entretenido
es ser periodista en esta época, Varas ha sido testigo privilegiado de montones
de experimentos y cambios que ha tenido nuestro país).
La historia literaria
del autor se inicia por allá por el año 1946, cuando publica Cahuín (1), un
libro de relatos juveniles que acaba de ser reimpreso en nuestro país y que a
juicio de críticos como Jaime Concha, de la Revista de Libros de El Mercurio, "Leído hoy, a muchos años de distancia, resulta aún novedoso y refrescante". En
1950 publicó Sucede, obra que ha sido calificada de vanguardista e incluso "joyceana", pero fue en 1963 cuando dio el gran salto a la inmortalidad
literaria, ese año publicó Porái, clásico inolvidable de nuestra literatura,
obra realista de temática muy chilena, en que un pícaro vagabundo nos va
revelando con sus astucias algunas de las más significativas facetas de nuestro
pueblo. Esta obra aparece a menudo en las selecciones de los mejores títulos
nacionales. A este libro seguirían Lugares comunes (1969), Las pantuflas de
Stalin y otras historias (1990), Neruda y el huevo de Damocles (1992), El
correo de Bagdad (1994) y Los sueños del pintor (2005), entre otras.
Varas es
distinguido por sus lectores como un escritor fino, que usa como herramienta
esencial para la construcción de sus relatos el humor "cuando se pone amargo,
es de una ironía y sarcasmo que puede llegar a ser cruel", pero que siempre
manifiesta una honda y auténtica preocupación por la desprotección y la
debilidad humana.
Varas se inscribe en la gran tradición realista chilena,
aquella que tiene como máximas cumbres a nombres tan ilustres como Joaquín
Edwards Bello, Manuel Rojas o Francisco Coloane. Él recibe y transporta el
testimonio y el estandarte de esta escuela que, catalogada muchas veces como
superada, sigue dando frutos recién traspasados los umbrales del siglo XXI y
por entre la maraña revisionista y postmodernista de las últimos lustros, sin
hacer concesiones tampoco al facilismo comercial y fiel a la descripción de una
patria que le ha tocado conocer, sufrir y gozar. ¡Bien por José Miguel Varas!
Y
bien por la literatura chilena que ha visto esta vez cómo se ha escogido a un
verdadero ilustre para la galería de los más ilustres.
Nota: (1). Voz de origen mapuche
que tiene connotación de cotilleo y cotorreo.
Benedicto González Vargas
Artículo publicado originalmente en mi columna de Ciudad
Letralia en agosto de 2006
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