(por Javier Ibacache V.)
Como en otras creaciones apoyadas en figuras o relatos de conocimiento universal, el dramaturgo se apropia de la historia para probarla con sus obsesiones: el erotismo asociado al poder, la perenne seducción femenina, el reclamo por el reconocimiento paterno, la cultura cinéfila y los motivos de la tradición sefaradí.
A esto se añade la reubicación de la protagonista en un club nocturno porteño, donde oficia de cabaretera y es acosada por un guionista de televisión y un ejecutivo de cuentas, mientras su amor propio aún resiente el influjo de su madre, Judy Garland, y de los directores que la moldearon. La estructura, en tanto, remite a ratos a la trama de El mago de Oz.
Los distintos niveles de lectura y el cruce de tópicos demandan una mirada distante para ser clarificada en escena y el debut de Galemiri en la dirección frustra esa posibilidad. Más aún cuando la apuesta es también una cita de citas de las versiones que han realizado otros directores con textos suyos.
La apuesta adolece de falta de ritmo, la línea de acción pronto se vuelve reiterativa y confusa y el nivel de actuación es dispar. Sobre todo de Bárbara Ricciulli, cuya atractiva impronta no va a la par de su débil vocalización.
Acaso el mayor interés de propuesta radique en la transición más decidida de Galemiri hacia un tipo de personajes femeninos que van en la línea del arquetipo del seductor de sus piezas más emblemáticas, aunque el naciente tipo está revestida de una dolorosa, distante e implacable administración de los encantos a través de la cual asoma un acercamiento a los tabúes en que se asienta la cultura hebrea.
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