Alrededor de novecientos hombres se reunieron a deliberar en la Meseta de la
Turba; eran los que quedaban en pie, de los cinco mil que tomaron parte en el
levantamiento obrero del territorio de Santa Cruz, en la Patagonia.
Dejaron
ocultos sus caballos en una depresión del faldeo y se encaminaron hacia el
centro de la altiplanicie, que se elevaba como una isla solitaria en medio de
un mar estático, llano y gris. La altura de sus cantiles, de unos trescientos
metros, permitía dominar toda la dilatada pampa de su derredor, y, sobre todo,
las casas de la estancia, una bandada de techos rojos, posada a unos cinco
kilómetros de distancia hacia el sur. En cambio, ningún ojo humano habría
podido descubrir la reunión de los novecientos hombres sobre aquella superficie
cubierta de extensos turbales matizados con pequeños claros de pasto coirón. En
lontananza, por el oeste, sólo se divisaban las lejanas cordilleras azules de
los Andes Patagónicos, único accidente que interrumpía los horizontes de
aquella inmensidad.
Los novecientos hombres avanzaron hasta el centro del
turbal y se sentaron sobre los mogotes formando una gruesa rueda humana, casi
totalmente mimetizada con el oscuro color de la turba. En el centro quedó un
breve claro de pampa, donde se movían los penachos del pasto con reflejos de
acero verde.
-¿Estamos todos? -dijo uno.
-¡Todos! -respondieron varios,
mirándose como si se reconocieran.
Muchos habían luchado juntos contra las
tropas del Diez de Caballería, que comandaba el teniente coronel Varela; pero
otros se veían por primera vez, ya que eran los restos de las matanzas del Río
del Perro, Cañadón Once y otras acciones libradas en las riberas del lago
Argentino.
Este lago, enclavado en un portezuelo del lomo andino, da origen al
río Santa Cruz, que atraviesa la ancha estepa patagónica hasta desembocar en el
Atlántico. En época remota, un estrecho de mar, tal como el de Magallanes hoy
día más al sur, unió por esta parte el océano Pacífico con el Atlántico,
burilando en su lecho los gigantescos cañadones y mesetas que desde el curso
del río ascienden, como colosales escalones paralelos, hasta la alta pampa. Por
estos cañadones de la margen sur, un amansador de potros, cabecilla de la
revuelta, apodado Facón Grande por el cuchillo que siempre llevaba a la
cintura, obtuvo éxito con tácticas guerrilleras, tratando de dividir los tres
escuadrones que componían el Diez de Caballería. Usando más sus boleadoras,
lazos y facones que las precarias armas de fuego de que disponían, mantuvieron
a raya en sus comienzos a las fuerzas del coronel Varela. El río mismo, cuyo
caudal impide su paso a nado, sirvió para que Facón Grande y sus troperos,
campañistas y amansadores de potros, se salvaran muchas veces de las tropas
profesionales vadeándolos por pasos sólo por los indios tehuelches y ellos
conocidos.
-¡Parece que nos va a llover! -exclamó un amansador alto y espigado.
Los que estaban sentados a su alrededor alzaron la vista hacia un cielo
revuelto y la fijaron en un nubarrón más denso que venía abriéndose paso entre
los otros como un gran toro negro.
-¡Ese chubasco no alcanza hasta aquí! -dijo
un hombrecito de cara azulada por el frío y de ojos claros y aguados,
arrebujándose en su poncho de loneta blanca.
El amansador de potros dio vuelta
su angulosa cara morena, sonriendo burlonamente al ver al hombrecito que
hablaba con tanta seguridad del destino de una nube.
-¡Que no nos va a
alcanzar..., luego veremos! -le replicó.
-¡Le apuesto a que no llega! -insistió
el otro.
-¿Cuanto quiere apostar?
-¡Aquí tengo cuarenta nacionales! -respondió
el del poncho blanco, sacando unos billetes de su tirador y depositándolos
sobre el pasto, bajo la cacha de su rebenque.
El amansador, a su vez, sacó los
suyos y los depositó junto a los otros.
En ese momento un hombre de mediana estatura,
ágil y vigoroso, de unos cuarenta años, se levantó del ruedo y avanzó hasta el
breve claro de pampa. Iba vestido con el característico apero de los
campañistas: espuelas, botas de potro, pantalón doblado sobre la caña corta,
blusón de cuero, pañuelo al cuello, gorro de piel de guanaco con orejeras para
el viento, y atrás, en la cintura, el largo facón con vaina y cacha de plata.
Facón Grande puso las manos en los bolsillos del pantalón y las levantó
empuñadas adentro, como si se apoyara en algo invisible. Se empinó un poco,
levantando los talones, y adquirió más estatura con un leve balanceo; el gesto,
ceñudo, miraba fijamente hacia el suelo; una ráfaga pasó con más fuerza por
sobre la meseta y los penachos del coirón devolvieron la mirada con su reflejo
acerado. Los novecientos hombres permanecieron a la expectativa, tan quietos y
oscuros como si fueran otros mogotes, un poco más sobresalidos, del turbal.
De
pronto todos se movieron de una vez y el círculo se estrechó un poco más en
torno de su eje.
-Bien -dijo aquel hombre, dejando su balanceo y soldándose
definitivamente a la tierra-; la situación todos la conocemos y no hay más que
agregar sobre ella. Esta misma noche o a más tardar mañana el Diez de
Caballería estará en las casas de la última estancia que queda en nuestras
manos. El traidor de Mata Negra ya les habrá dicho cuál es el único paso que
nos queda por la cordillera del Payne para ganar la frontera. Ellos traen
caballos de refresco, se los habrán dado los estancieros; en cambio, los nuestros
están ya casi cortados y no nos aguantarán mucho más... Nos rodearán, y
caeremos todos, como chulengos. No queda otra que hacerles frente desde el
galpón de la esquila de la estancia, para que el resto de nosotros pueda
ponerse a salvo por la cordillera del Payne.
El círculo se removió algo
confundido al escuchar la palabra "nosotros"... ¿Quiénes eran esos
"nosotros"? ¿Acaso Facón Grande, uno de los cabecillas que habían
iniciado la revuelta en el río Santa Cruz, también se incluía entre los que
debían escapar por el Payne, mientras otros disparaban hasta su último cartucho
en el galpón de esquila?
Un murmullo atravesó como otra helada ráfaga por el
oscuro ruedo de hombres.
-¡Que se rifen los que quedan! -dijo alguien.
-¡No,
eso no!... -exclamó otro.
-¡Tienen que ser por voluntad propia! -profirieron
varios.
-¿Quienes son esos "nosotros"?... -inquirió uno con frío
sarcasmo.
Facón Grande volvió a empinarse, tomando altura; se inclinó cual si
fuera a dar un tranco contra un viento fuerte, y levantó los brazos calmando el
aire o como si fuera a asir las riendas de un caballo invisible. La murmurante
rueda humana se acalló.
-¡Nosotros, los que empezamos esto, tenemos que
terminarlo! -dijo con una voz más opaca, como si le hubiera brotado de entre
los pies, de entre los mogotes de la turba. Empinándose de nuevo, dirigió la
vista por encima de los que estaban sentados en primer plano, y agregó, con un
acento más claro-: ¿Cuántos quedamos de los que éramos del otro lado del río
Santa Cruz?
Unas cuarenta manos levantadas en el aire, por sobre las
novecientas cabezas, fue la respuesta. El mismo Facón Grande levantó la suya,
con las invisibles riendas en alto, ahora tomadas como si fuera a poner pie en
el estribo de su imaginaria cabalgadura.
-¿Qué les parece? -dijo el hombrecito
de poncho de lona blanca, codeando al amansador de potros, que se sentaba a su
lado y quien había sido uno de los primeros en responder con la mano en alto.
-No quedaba otra..., está bien lo que ha hecho Facón.
-No...; yo le preguntaba
por lo de la nube -dijo, haciendo un gesto hacia el cielo.
-¡Ah!... -profirió
el amansador, levantando también la cara con una helada mueca de sorpresa.
Ambos divisaron que el toro negro empezaba a deshacerse, descargándose como una
regadera sobre la llanura, a la distancia. El aguacero avanzaba con sus
cendales de flechecillas espejeantes; pero al aproximarse a los lindes de la
meseta desapareció totalmente, quedando del oscuro nubarrón sólo un claro entre
las nubes, por donde pasó un lampo que lamió luminosamente a la llovida pampa.
-¡Da gusto ver llover cuando uno no se moja! -dijo el amansador con sorna.
-¡Sí, da gusto! -replicó el del poncho blanco, y se agachó a recoger el dinero
ganado en la apuesta.
Los hombres empezaron a esparcirse por entre el turbal
hacia el faldeo en donde habían dejado ocultos sus caballos. El viento del
oeste sopló con más fiereza por el claro que había dejado el nubarrón, y aquel
páramo, desnudado, adquirió bajo el cielo una expresión más desolada.
No hubo
ninguna clase de despedidas. Los que partieron hacia la cordillera del Payne lo
hicieron cabizbajos, más apesadumbrados que alegres de avanzar hacia las
serranías azules donde estaba su salvación. Los cuarenta troperos de Facón
Grande, también sombríos, se dirigieron inmediatamente hacia el cumplimiento de
su misión.
De pronto, desde la multitud en éxodo hacia el Payne se desprendió
un jinete que a galope tendido avanzó en pos de la retaguardia de los troperos.
Todos, de una y otra parte, se dieron vuelta a mirar aquel poncho de lona blanca
que flameaba al viento, como si fuera una última mirada de despedida.
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-¿Otra apuesta? -díjole burlonamente el amansador, cuando lo
vió llegar a su lado.
-Es... que... -repuso el del poncho, dubitativamente.
-¿Qué?...
-Yo le llevo su plata, y usted... se queda guardándome las
espaldas...
-¡A usted le va a hacer más falta! -replicó el amansador,
fastidiado.
-¡Chilote tenía que ser!... -profirió rudamente por lo bajo otro de
los troperos.
El rostro de ojos claros y aguados se encogió parpadeando, como
si hubiera recibido un violento latigazo.
-¡Aquí está su plata! -respondió con
voz ronca, y agregó-: ¡Yo no la necesito tampoco!
-¡El juego es juego, amigo,
llévesela y parta pronto! -exclamó otro.
-¿Qué le pasa a ese hombre? -dijo
Facón Grande, sofrenando su caballo.
-Es una plata de juego -le explicó el
amansador-. Apostamos a una nube y él ganó. Ahora parece que quiere
devolvérmela como si me fuera a hacer falta..., ¿habráse visto?
-Yo no he
vuelto por la plata -manifestó el aludido, dirigiéndose al cabecilla-. Lo de la
plata salió sin querer entre mis palabras... Pero yo he venido hasta aquí
porque quiero también pelear con los del Diez de Caballería.
Los que escuchaban
el diálogo haciéndose los distraídos, se dieron vuelta de súbito a mirarlo
-Pero usted no es del otro lado del río Santa Cruz -le dijo Facón.
-No; era
lechero en la estancia Primavera cuando empezó la revuelta. Después me metí en
ella y aquí estoy; quiero pelearla hasta el final, si ustedes me lo permiten.
-¿Qúe les parece? -consultó el cabecilla a los troperos.
-Si es su gusto...,
que se quede -contestaron varias voces con gravedad.
Antes de perderse en la
distancia, muchos de los que marchaban camino del Payne se dieron vuelta una
vez más para mirar: el poncho blanco cerraba la retaguardia de los troperos,
flameando al viento como un gran pañuelo de adiós.
Al caer la noche, los
troperos se hallaban ya atrincherados en el galpón de esquila de la estancia.
Acomodaron gruesos fardos de lana en los bretes de entrada y de salida, a fin
de que por entre los intersticios dejados pudieran apuntar sus armas hacia un
amplio campo de tiro. En cambio, desde afuera, se hacía poco menos que
imposible meter una bala entre los claros de aquellas imbatibles trincheras de
apretada lana. Centinelas permitieron que todos descansaran un poco mientras la
noche avanzaba.
-¡De puro cantor se ha metido en esto! -dijo el amansador de
potros al hombre del poncho blanco cuando acomodaban unos cueros de ovejas para
recostarse junto a sus trincheras comunes.
-¡Ya estoy metido en la cueca y
tengo que bailarla bien! -replicó.
-A lo mejor le picó aquello de "chilote
tenía que ser"...
-Sí, me picó eso; pero yo venía decidido a que me
dejaran con ustedes... ¡Quería pelearla también! ¿Por qué no? Y a propósito,
dígame, ¿por qué miran tan a menos a los chilotes por estos lados? ¿Nada más
que porque han nacido en las islas de Chiloé? ¿Qué tiene eso?
-No, no es por
eso; es que son bastante apatronados... y se vuelven matreros cuando hay que
decidirse por las huelgas, aunque después son los primeros en estirar la poruña
para recibir lo que se ha ganado... A mí también me dolió un poco eso de
"chilote tenía que ser", porque yo nací en Chiloé.
-¿Ah..., sí? ¿En
qué parte?
-En Tenaún..., me llamo Gabriel Rivera.
-Yo soy de la isla de
Lemuy..., Bernardo Otey, para servirle.
-¿Y siendo lemuyano, cómo se metió tan
tierra adentro? ¡Cuando los de Lemuy son no más que loberos y nutrieros!
-Ya no
van quedando lobos ni nutrias... Los gringos las están acabando. Aunque uno se
arriesgue a este lado del golfo de Penas, ya no sale a cuenta, y la mujer y los
chicos tienen que comer... Por eso uno se larga por estos lados.
-¿Cuántos
chicos tiene?
-Cuatro, dos hombres y dos mujercitas... Por ellos uno no se mete
de un tirón en las huelgas... ¿Qué dirían si me vieran volver con las manos
vacías? ¡A veces se debe hasta la plata del barco, que se le ha pedido prestada
a un pariente o a un vecino! Y uno no puede andarle contando todo esto al mundo
entero... Por esos seremos un poco matreros para las huelgas... ¿A usted no le
pasa lo mismo? ¿No tiene familia allá en Tenaún?
-No; no tengo familia. Me vine
de muchacho a la Patagonia. Me trajo un tío mío que era esquilador. Murió al
tiempo después y me quedé solo aquí... Siempre que me acuerdo de él, pienso
cómo me embolinó la cabeza con su Patagonia -continuó el amansador, cruzando
sus manos por debajo de la nuca, y agregando con voz nostálgica-: Tocaba la
guitarra y cantaba tristes y corridos de por estos lados... Me acuerdo la vez
que me dijo: "Allá en la Patagonia se pasa muy bien..., se come asado de
cordero todos los días..., y se montan caballos tan grandes como los
cerros..." "¿Dónde está la Patagonia?", le pregunté un día.
"¡Allá está la Patagonia!", me respondió, estirando el brazo hacia un
lado del cielo, donde se divisaba una franja muy celeste y sonrosada. Desde ese
día la Patagonia para mí fue eso, y no me despegué más de sus talones hasta que
me trajo. Una vez aquí, ¡qué diablos!..., ¡los caballos no eran tan grandes
como los cerros y el pedazo del cielo ese siempre estaba corrido por el mismo
lado y más lejos!... "
Trabajé de vellonero -continuó el amansador-, de
peón y recorredor de campo. Después, por el gusto a los caballos, me hice
amansador. He ganado buena plata domando potros, soy bastante libre, pero...
fuera de las ñatas que uno baja a ver de vez en cuando a Río Gallegos o Santa
Cruz, no se sabe lo que es una mujer para uno, ni lo que sería un hijo... ¿De
qué vale la plata entonces, si uno no ha de vivir como Dios manda? El corazón
se le vuelve a uno como esos champones de turba: lleno de raíces, pero tan
retorcidas y negras que no son capaces de dar una sola hebra de pasto verde...
Por eso será que uno no le tiene mucho apego a esta vida tampoco, y se hace el
propósito como si no valiera nada... Le da lo mismo terminar debajo del lomo de
un arisco o en una huifa como esta en que nos hallamos metidos...En cambio,
usted debiera agarrar su caballo y espiantar para el Payne..., lo esperarán
allá en Lemuy una mujer y unos niños.
-¡Ya no, ya!... ¿Quiere que le diga una
cosa? ¡Me dió vergüenza que nadie se hubiera quedado de los que cortaron para
el Payne!
-Muchos quisieron quedarse, pero Facón los convenció de que debían
marcharse. Cuantos menos caigamos es mejor, les dijo, y yo le encuentro
razón... ¡Ah..., cómo se la habríamos ganado con Diez de Caballería y todo si
no es por ese krumiro de Mata Negra!
-¿Por qué habrá empezado todo esto?
-¡Hem..., quién lo sabe! La mecha se encendió en el hotel de Huaraique, cerca
del río Pelque... La tropa atacó a mansalva y asesinó a todos los compañeros
que allí estaban... Entonces nos bajó pica, y con Facón Grande nos echamos a
pelear todos los que éramos de campo afuera, campañistas, amansadores, troperos
y algunos ovejeros que eran buenos para el caballo... Se la estábamos ganando
cuando sucedió la traición del Mata Negra, hijo de..., ése; se dio vuelta y se
puso al servicio de los estancieros.
-Más o menos todo es sabido -dijo Otey,
con voz apagada entre las sombras-; pero yo me pregunto por qué diablos no se
arreglan las cosas antes de que empiecen los tiroteos, porque después no las
arregla nadie.
-¿Qué sé yo!... Bueno, unos dicen que es la crisis que ha traído
la Gran Guerra... Parece que los estancieros ganaron mucha plata con la guerra,
pero la despilfarraron, y ahora que vino la mala nos hacen pagarla a
nosotros... Y todo fue por el pliego de peticiones..., pedíamos cien pesos al
mes para los peones y ciento veinte para los ovejeros... Ni siquiera yo iba en
la parada, porque la doma de potros se hace a trato... También se pedían velas
y yerba mate para los puesteros, colchonetas en vez de cueros de oveja en los
camarotes, y que se nos permitiera más de un caballo en la tropilla
particular... Pero parece que había otras cosas todavía... En el Coyle,
compañeros con varios años de sueldo impago y que habían mandado a guardar el
dinero de sus guanaqueos fueron fusilados y esa plata se la embuchó el
administrador. A otros les pagaron con cheques sin fondo y se quedaron dando
vueltas en las ciudades. El coronel Varela se dio cuenta de todo esto y primero
estuvo de nuestra parte; pero los potentados reclamaron a su gobierno, en los
diarios le sacaron pica al coronel diciéndole que era un incapaz y hasta
cobarde. Entonces el hombre tuvo rabia y pidió carta blanca para sofocar el
movimiento; se la dieron, regresó a la Patagonia y empezó la tostadera -dijo el
amansador de potros dando término a su versión de la huelga.
Con las primeras luces del alba se repartió un poco de charqui, y, por turnos,
se dirigieron a la casa de máquinas, en el fogón de cuya caldera algunos habían
hervido agua para el mate. Arriba, en el altillo de la prensa enfardadora de
lana, oteando los horizontes, un tropero modulaba a media voz una lejana
vidalita:
Más de un año ausente, vidalitá...
estuve de
esta tierra.
Hoy al encontrarte, vidalitá...
ya me has despreciado.
Y eso es lo
que llamo, vidalitá...
ser un desgraciado.
La tonada fue
interrumpida de pronto por una voz de alarma que desde otro lugar del techo
anunció la entrada de las tropas del Diez de Caballería por la huella que
conducía a las casas de la estancia.
Todos corrieron a sus puestos, mientras
dos escuadrones de caballería, de más o menos cien hombres cada uno, desmontan
a la distancia, tomando posiciones en línea de tiradores.
No bien entrada la
mañana, se dejaron oír los primeros disparos de una y otra parte. Una
ametralladora empezó a tartamudear sus ráfagas, destrozando los vidrios de las
ventanas, y las tropas empezaron a cercar desde el campo abierto al galpón de
esquila.
Con un disparo aislado uno de los troperos volteó visiblemente al
primer soldado de caballería; mientras rastrillaba su carabina para dispararle
a otro, profirió en voz alta la conocida versaina con que se tiran las cartas
en el juego de naipes llamado "truco":
Viniendo
de los corrales
con el ñato Salvador,
¡ay, hijo de la gran siete,
ahí va otro
gajo de mi flor!
El duelo prosiguió sin mayores alternativas
durante toda aquella mañana, entre ráfagas de ametralladora, fuego de fusilería
y grandes ratos de silencio muy tenso. Habían caído ya varios soldados, sin que
una sola bala hubiera logrado meterse por entre los sutiles intersticios de los
gruesos fardos de lana, tras los cuales los troperos estaban atrincherados
después de haber cerrado las grandes puertas del galpón de esquila, enorme
edificio de madera y zinc, construido en forma de T, y sólo circundado por
corrales de aguante, mangas y secaderos para el baño de las ovejas, todo hecho
de postes y tablones.
Pronto ambos bandos se dieron cuenta de que eran
difíciles de diezmar. Los unos, dentro del galpón, bien atrincherados tras los
fardos; y los otros, soldados profesionales, avanzando lenta pero
inexorablemente en línea de tiradores, con la experiencia técnica del
aprovechamiento del terreno. El objetivo de éstos era alcanzar los corrales de
madera para resguardarse mejor en su avance. Pero los de adentro conocían bien
la intención y la hacían pagar muy cara cada vez que alguien se aventuraba a
correr desde el campo abierto para ganar ese amparo. Fatalmente caía volteado
de un balazo, y su audacia sólo servía de seria advertencia para los otros.
Facón Grande había dado la orden de no disparar sino cuando se tenía
completamente asegurado el blanco, con el objeto de ahorrar balas, causar el
mayor número de bajas y demorar al máximo la resistencia, a fin de que los
fugitivos tuvieran tiempo de alcanzar hasta los faldeos cordilleranos del
Payne, donde se encontrarían totalmente a salvo.
Otra noche se dejó caer con su
propio fardo de sombras, interponiéndolo entre los dos bandos. Ambos la
aprovecharon cautelosamnete para darse algún respiro, y con la madrugada
reanudaron su porfiado duelo. proyecto patrimonio En este segundo día ocurrió
algo insólito: uno de los soldados, enloquecido posiblemente por la tensión
nerviosa del prolongado duelo, se lanzó solo al asalto con bayoneta calada. Los
del galpón no lo voltearon de un tiro, sino que abrieron curiosamente las
grandes puertas y lo dejaron entrar; luego lanzaron el cadáver por una ventana
para que nadie quisiera hacer lo mismo.
Pero la táctica empleada dio al coronel
Varela un indicio: que las balas de los sitiados estaban escasas, si no se
habían agotado ya. Era lo que él había previsto y esperaba ansiosamente dar la
orden del ataque que pusiera término a ese porfiado duelo, en que había caído
ya cerca de un tercio de sus escuadrones.
El toque de una corneta se dejó oír
como un estridente relincho, dando la señal de que había llegado esa hora. Las
ametralladoras lanzaron sus ráfagas protegiendo el avance final. Los de adentro
ya no tenían una sola bala y no tuvieron más armas que sus facones y cuchillos
descueradores para hacer frente a esa última refriega. En heroica lucha cuerpo
a cuerpo, la muerte de Facón Grande, el cabecilla, puso término al prolongado
combate cuando todavía quedaban más de veinte troperos vivos, pues muy pocos
habían caído con los tiroteos y la mayoría había perecido sólo en la refriega
final.
Esa misma tarde fue fusilado el resto
sobre el cemento del secadero del baño para ovejas. Los sacaron en grupos de a
cinco, y el propio Varela ordenó no emplear más de una bala para cada uno de
los prisioneros, pues también sus municiones estaban casi agotadas.
Gabriel
Rivera, el amansador de potros, y Bernardo Otey, con otros tres troperos,
fueron los últimos en ser conducidos al frente del pelotón de fusilamiento.
Promediaba la tarde, pero un cielo encapotado y bajo había convertido el día en
una madrugada interminable, cenicienta y fría. Al avanzar hacia la losa del
secadero, vieron el montón de cadáveres de sus compañeros ya dispuestos para
recibir la rociada de kerosene para quemarlos, la mejor tumba que había
prescrito Varela para sus víctimas, cuando no las dejaba para solaz de zoros y
buitres. Entre aquellos cuerpos se destacaba el de Facón Grande, que el coronel
había hecho colocar encima para verlo por sus propios ojos, pues había sido el
único cabecilla que, si no interviene la traición de Mata Negra, hubiera dado
cuenta de él y de todo su regimiento.
Un frío intenso anunciaba nevazón. Cuando
los cinco últimos fueron colocados frente al pelotón de fusileros que debían
acertar una bala en cada uno de esos pechos, el sargento que los comandaba se
acercó y comenzó a prender con alfileres, en el lugar del corazón, un disco de
carton blanco para que los soldados pudieran fijar sus puntos de mira. Una vez
que lo hizo, se apartó a un lado y desde un lugar equidistante desenvainó su
curvo sable y lo colocó horizontal a la altura de su cabeza. Iba a bajar la
espada dando la señal de "¡fuego!", cuando Bernardo Otey dio una
manotada sobre su corazón, arrancó el disco blanco y arrojándoselo por los ojos
a los fusileros les gritó:
-¡Aprendan a disparar, mierdas!
La tropa tuvo una
reacción confusa. Pero, en seguida, enderezaron las cinco bocas de sus fusiles
hacia un solo cuerpo, el de Bernardo Otey, que cayó doblándose segado por las
cinco balas que replicaron como una sola a su postrera imprecación.
Pero en
aquel mismo instante, aprovechando la reacción de los fusileros, los otros
cuatro hombres dieron un brinco y se lanzaron a correr mientras el pelotón
rastrillaba sus armas para cargarlas otra vez con bala en boca.
-¡A ellos!
-vociferó el sargento, al ver que mientras tres corrían por la huella, otro, el
amansador de potros, daba un gran salto por sobre una alambrada, caía a
horcajadas en uno de los caballos de la tropa y disparaba campo afuera,
abrazado al cuello del animal.
El sargento hizo primero unos disparos con su
revólver, pero luego tomó uno de los fusiles de los soldados, y, arrodillándose
en posición de tiro, continuó disparando al caballo y su jinete tendido sobre
el lomo, que corrieron velozmente hasta que se los tragó una hondonada.
Los
otros tres fugitivos, de a pie, fueron pronto alcanzados por las balas, cayendo
definitivamente sobre la huella.
La interminable madrugada espesó aún más su
ceniza y una densa nevada empezó a caer sobre los campos, ocultando
definitivamente al fugitivo con sus tupidas alas.
Bien entrada la noche, el
amansador Rivera alcanzó a darle un respiro a su cabalgadura. Cuando desmontó,
ambos, caballo y hombre, quedaron un rato acompañándose en medio de la cerrazón
de nieve y noche. Las sombras, a pesar de todo, abrieron un poco su corazón con
el leve resplandor de la caída de los copos.
Su propio corazón también dio un
respiro aprovechando aquel oculto ámbito, y a su memoria acudió el recuerdo de
una superstición india: el águila de las pampas debe ser cazada antes que logre
dar un grito, pues si lo lanza, la tempestad acude en su ayuda... No bien la
recordara, montó de nuevo y siguió galopando, en alas de su protectora.
En uno
de esos amaneceres radiantes que siguen a las grandes nevadas, el amansador de
potros dio alcance al grueso de los huelguistas cuando ya se habían puesto al
reparo en uno de los faldeos boscosos del Payne, todos sanos y salvos. Al
encontrarlos, la cabalgadura se detuvo sola, y la rueda humana, como en la
Meseta de la Turba, volvió a reunirse en torno del amansador como de su eje.
El
animal se había parado sobre sus cuatro patas muy abiertas, y cuando un hilillo
de sangre escurrió de sus narices, los belfos, al percibirlo, tiritaron, y
luego fue presa de un extraño temblor.
Como buen amansador, Rivera sabía que un
caballo reventado no obedece ni a espuela ni a rebenque, pero no cae mientras
sienta a su jinete encima. Por eso su relato fue muy breve, y, al terminarlo,
se bajó del caballo al mismo tiempo que la noble bestia se desplomaba.
Con la
nevada, toda la Patagonia parecía un gran poncho blanco que ascendía por los
faldeos del Payne hasta sus altas torres que, como tres dedos colosales,
apuntaban sombríamente al cielo.
Y así se conservó memoria de cómo murió el
chilote Otey.
__________
En el siguiente enlace, se puede bajar la versión completa del libro editado por Quimantú, que incluye más relatos.
__________
En el siguiente enlace, se puede bajar la versión completa del libro editado por Quimantú, que incluye más relatos.
Claudio, dice:
ResponderEliminar21 junio 2008
Muy buena historia,mi pregunta es si este travajo literario tiene o no una vase historica ,me lusinaron las imajenes y el echo quemi apellido es OTEY y que mis abuelos heran de chiloe,Pedro Otey,Gaete y Transito Alvarado.Es por esto que seria tan importante para mi saber lo mas posible aserco de esta historia si esque fue veridica,yo vivo enMiami Beach, por 20 anos ,si alguie que tenga informasion pudiera asermela llegar a mi email se los agradeseria enormemente,claudiootey@gmail.com es mi email de ante manos grasias
prof. Benedicto González Vargas, dice:
Eliminar22 junio 2008
Estimado Claudio Ignoro la veracidad de la historia, pero como esto es literatura, debemos partir de la base de que es ficticio. Sin embargo, Francisco Coloane, en alguna ocasión, dijo que todo lo que escribía eran experiencias personales algo modificadas para convertirlas en literatura, así que probablemente mucho más de algo sea cierto en este cuento. Lo importante, es que tenemos buena literatura para compartir y si para dar a conocer este relato o al notable autor hay que decir algo así como "Mira, encontré la historia de mi tío abuelo en internet o en este libro". ¡Hagámozlo! No tiene nada de malo aceptar que un héroe literario es pariente nuestro. Desde la lejana y contaminada ciudad de Santiago, un abrazo fraterno, Benedicto
Anónimo, dice:
ResponderEliminar22 junio 2008
Ignoro si el "chilote Otey" realmente existió, pero los hechos que relata Francisco Coloane son verídicos. Corresponden a la gran huelga en la Provincia de Santa Cruz, Argentina (1921-1922), donde murieron cerca de 1.500 peones (muchos de ellos chilotes). Esos sucesos se relatan también en el estudio histórico de Osvaldo Bayer: "Los vengadores de la Patagonia Trágica", libro en el que se basó la película "Patagonia Rebelde". Véanla, está online y es buenísima (Federico Luppi interpreta a Facón Grande).
prof. Benedicto González Vargas, dice:
Eliminar23 junio 2008
Gracias, por los datos aportados y buscaré la película sugerida. Tal vez no me expliqué bien, Coloane suele inspirarse en hechos reales, pero no podemos perder de vista que él escribe cuentos y novelas, si lo que dice fuera completamente real, estaríamos en presencia de un historiador y no de un escritor. Saludos afectuosos!
prof. Benedicto
Rafael, dice:
ResponderEliminar23 junio 2008
soy un canario de tenerife, me llaman chilote desde la infancia, por eso quisiera saber si ese nombre existe para cambiarme el que tengo en la actualidad, el registro civil ya me lo rechazo en dos ocaciones, si son tan amables me contestan.
prof. Benedicto González Vargas, dice:
Eliminar24 junio 2008
Hola, Chilote. La palabra chilote, en español, designa un gentilicio, corresponde al nombre que se le da a los habitantes de la isla de Chiloé, al sur de Chile. Como ves, hay dos puntos en común que tienes con esa bella tierra del Pacífico sur: el apodo y el que vivas en una isla (o archipiélago, ya que Chiloé y canarias lo son). No conozco que se use el término como un nombre personal, pero hay algunos gentilicios que se usan como tal (Argentino, Romano, Galileo), así que no veo impedimentos, salvo la falta de disposición de las autoridades civiles que te niegan esa opción. Saludos, Benedicto
Luisa, dice:
ResponderEliminar25 junio 2008
Rafael, mi abuela materna tenía Chilote como segundo apellido, o sea era el apellido de su mamá, pero no tengo ningún papelk que lo crtifique. Estoy siguiendo mi árbolgenealógico, si encuentro algo te lo hao llegar al este sitio, Suerte
Rafael, dice:
Eliminar25 junio 2008
Me encantaría poder tener ese nombre en mi carnet pero en el registro civil de mí comunidad no lo admiten sino, aporto que en algún pais ya esté registrado. Voy a cumplir 60 años y desde mi infancia ya se me conocía por Chilote igual que ahora, por eso espero una ayuda de quien sea para poder lucirlo en mí Documento Naciopnal de identidad. Gracias de antemano por todo. Un saludo.
Rafael, dice:
Eliminar25 junio 2008
Con relación al comentario anterior, también me vale que se use como apellido CHILOTE.gracias de nuevo.
prof. Benedicto González Vargas, dice:
Eliminar26 junio 2008
Ojalá alguien pueda ayudarte con esto, Rafael. Un abrazo, Benedicto
Deisy, dice:
ResponderEliminar26 junio 2008
Q BUENA IO TAMBIEN SOY DE APELLIDO OTEY Y TENGO ARTA FAMILY EN LA ISLA DE CHILOE MIS ABUELOS MIS TIOS VARIA GENTE.... A MI TAMBIEN ME GUSTARIA MUCHO SABER LA HISTORIA DE ESTE APELLIDO POR LO QUE ME AN DICHO ES INGLES PERO NO LO TENGO MUY CLARO BUENO SI ALGUIEN SABE LA HISTORIA EL ORIGEN OJALA ME PUEDA ESCRIBIR A MI CORREO TENGO VARIAS HISTORIAS DE GENTE CON ESTE APELLIDO MI ABUELO ES UN HISTORIADOR DE PRIMERA.XD... BUENO ESO SERIA MUCHOS SALUDOS PARA TODOS ESCRIBANME ESPERO SUS CORREOS ASERCA DEL APELLIDO BEY BEY!!! PTO MONTT - CHILE SALUDOOS!!!!
DEISY OTEY
DEISY_SKA@HOTMAIL.COM
prof. Benedicto González Vargas, dice:
Eliminar27 junio 2008
Deisy, ojalá que alguien pueda ayudarte a saber algo más de tu apellido. Por lo pronto, el cuento que habla de tu posible pariente es buenísimo. Benedicto