miércoles, 4 de junio de 2008

Hace un par de semanas apareció el resultado del SIMCE 2007, aplicado a los estudiantes de 4º y 8º Básico, como siempre hubo más lamentaciones que festejos y pudimos comprobar una vez más que los niveles de calidad de nuestra educación pública están fatalmente estancados. Una interesante (y cruda) reflexión sobre este tema nos ofreció José Joaquín Brunner en una columna de opinión publicada el pasado 1 de junio en El Mercurio. El texto en comento dice así: 

¿Inmovilismo del Simce o hipocresía colectiva? 

Si no se han modificado seriamente los factores que explican el bajo rendimiento del sistema escolar es irreal esperar que el desempeño de los niños mejore año a año.  

Los resultados del Simce revelan más sobre la idiosincrasia de nuestra sociedad que sobre el desempeño del sistema escolar. Muestran una escasa propensión a asumir responsabilidades y una gran facilidad para exigirla de los demás. 

El Gobierno declara que los docentes menos competentes producen resultados inferiores; el Colegio de Profesores reacciona indignado y culpa a las políticas gubernamentales por el bajo desempeño escolar. 

Los colegios de peor rendimiento se justifican mostrando las precarias circunstancias familiares de los alumnos que atienden. Y frente a dudas legítimas sobre la efectividad de la formación inicial de los maestros, los responsables de impartir dicha formación alegan, cómo no, insuficiencia de recursos y clausuran la discusión. 

Todo esto en un clima de expectativas en aumento, donde se da por supuesto que los puntajes Simce deben exhibir un continuo y significativo incremento. Pero, ¿por qué? ¿Acaso hemos modificado seriamente los factores que explican el bajo rendimiento de nuestro sistema escolar? Veamos. 

¿Se ha elevado sustancialmente el valor de la subvención por alumno que todos admiten es absolutamente insuficiente? No. 

¿Los jóvenes que ingresan a estudiar pedagogía provienen ahora del quintil de más altos puntajes en la PSU? No. 

¿Se ha reducido el número de alumnos en las salas de clases donde concurren los estudiantes más vulnerables? No. 

¿Los profesores que comienzan su carrera cuentan con tutores que los guían durante los primeros años de su carrera? No. 

¿Han aumentado drásticamente el estatus socioeconómico y el prestigio de la profesión docente? No. 

¿La capacitación de los profesores en ejercicio se focaliza en las evaluaciones realizadas por los directores de escuelas? No. 

¿Se está haciendo un esfuerzo serio por mejorar las capacidades de gestión pedagógica de los directivos escolares? No. 

¿Se ha flexibilizado el estatuto docente? No. 

¿Se ha creado la nueva institucionalidad escolar acordada por el Gobierno y los partidos representados en el Congreso? No. 

¿Se ha instalado una agencia de evaluación de la calidad conforme a las mejores experiencias internacionales? No. 

¿Se apoya de manera eficaz a las escuelas crónicamente deficitarias? No. 

¿Se han adoptado reglas para hacer más transparente el sistema, reducir sus niveles de segmentación social y dar más autonomía y responsabilidades a los colegios? No. 

Entonces, ¿por qué esperamos resultados distintos y superiores de los que el sistema produce si los factores que los explican se mantienen invariables? 

© El Mercurio S.A.P 

Como podemos apreciar, la lúcida reflexión de Brunner apunta directamente al meollo del problema, que no es otra cosa que el inmovilismo endémico que tenemos en educación. 

prof. Benedicto González Vargas

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