(de Manuel Rojas)
Negra y fría era la noche en torno y encima del rancho de José María Pincheira, uno de los últimos del fundo Los Perales. Eran ya más de las nueve y hacía rato que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los caminos que dormían vigilados por los esbeltos álamos y los copudos boldos. Los queltehues gritaban, de rato en rato, anunciando lluvia, y algún guairao perdido dejaba caer, mientras volaba, su graznido estridente.
Dentro del rancho la
claridad era muy poco mayor que afuera y la única luz que allí brillaba
era la de una vela que se consumía en una palmatoria de cobre. En el
Centro del rancho había un brasero y alrededor de él dos hombres emponchados. Sobre las encendidas brasas se veía una olla llena de vino caliente, en el cual uno de los emponchados, José Manuel, dejaba caer pequeños trozos de canela y cáscaras de naranjas.
-Esto se está poniendo como caldo -murmuró José Manuel.
-Y tan oloroso... Déjame probarlo -dijo su acompañante.
-No, todavía le falta, Antuco.
-¡Psch! Hace rato que me está diciendo lo mismo. Por el olorcito, parece que ya está bueno.
-No. Acuérdese que tenemos que esperar al compadre Vicente y que si nos ponemos a probarlo, cuando él llegue no habrá ni gota.
-¡Pero tantísimo que se demora!
-Pero si no fue allí no más, pues, señor. Tenía que llegar hasta los potreros del Algarrobillo, y arreando. Por el camino, de vuelta, lo habrán detenido los amigos para echar un traguito.
-Sí, un traguito...
Mientras el caballero le estará atracando tupido al mosto, nosotros
estamos aquí escupiendo cortito con el olor.
-Déjame probarlo, José Manuel.
-Bueno, ya está, condenado; me la ganaste. Toma.
Metió José Manuel un jarrito de lata
en la olla y lo sacó chorreando de oloroso y humeante vino, que pasó a
su amigo, el cual, atusándose los bigotes, se dispuso a beberlo. En ese
instante se sintió en el camino el galope de un caballo; después, una
voz fuerte dijo:
-¡Compadre José Manuel!
-¡Listo! -gritó Pincheira, levantándose, y en seguida a su compañero-: ¿No te dije, porfiado, que llegaría pronto?
-Que llegue o no, yo no pierdo la bocarada.
Y se bebió apresuradamente el vino, quemándose casi.
Frente a la puerta del rancho, el campero Vicente Montero había detenido su caballo.
-Baje pues, compadre.
-A bajarme voy...
Desmontó. Era un hombre alto, macizo, con las piernas arqueadas, vestido a usanza campesina.
-Entre, compadre; lo estoy esperando con un traguito de vino caliente.
-¡Ah, eso es muy bueno para matar el bichito! Aunque ya vengo medio caramboleado. Encasa del chico Aurelio, casi me atoraron con vino.
Avanzó a largos y
separados pasos, haciendo sonar sus grandes espuelas, golpeándose las
polainas con la gruesa penca. A la escasa luz de la vela se vio un
instante el rostro de Vicente Montero, obscuro, fuerte, de cuadrada barba negra. Después se hundió en la sombra, mientras los largos brazos buscaban un asiento.
-Está haciendo frío.
-Debe estar lloviendo en la costa.
-Bueno, vamos a ver el vinito.
-Sirve, Antuco.
Llenó Antonio el
jarrito y se lo ofreció a Vicente. Éste lo tomó, aspiró el vaho caliente
que despedía el vino, hizo una mueca de fruición con la nariz y empezó a
bebérselo a sorbitos, dejando escapar gruñidos de satisfacción.
-Esto está bueno, muy
bueno. Apuesto que fue Antuco el que lo hizo. Es buenazo para preparar
mixturas. Creo que se ha pasado la vida en eso.
-No -protestó Pincheira-. lo hice yo, y si no fuera porque lo cuidé tanto, Antuco lo habría acabado probándolo.
Rió estruendosamente Vicente Montero. Devolvió el jarrito y Antonio lo llenó de nuevo, sirviéndole esta vez a José Manuel.
-Bueno, cuenta. ¿cómo te fue por allá?
-Bien; dejé los animales en el potrero y después me entretuve hablando con las amistades.
-¿Cómo está la gente?
-Todos alentados... ¡Ah, no! Ahora que me acuerdo, hay un enfermo.
-¿Quién?
-Taita Gil. Pobre viejo, se va como un ovillo.
-¿Y qué tiene?
-¡Quién sabe! Allá
dicen que es el colocolo el que lo está matando, pero para mí que es
pensión. ¡Le han pasado tantas al pobre viejo, y tan seguidas!
-Bien puede ser el colocolo.
-¡Qué va a ser, señor! Oye, Antuco, pásame otro traguito...
Volvió a circular el jarro lleno de vino caliente.
-¿Tú no crees en el colocolo?
-No, señor, cómo voy a
creer. Yo no creo más que en lo que se ve. Ver para creer, dijo Santo
Tomás. ¿Quién ha visto al colocolo? Nadie. Entonces no existe.
-Psch! ¿Así que tú no crees en Dios?
-Este... No sé, pero en el colocolo no creo. ¿Quién lo ha visto?
-Yo lo he visto -afirmó José Manuel.
-Sí, con los ojos del
alma... ¡Son puras fantasías, señor! Las ánimas, los chonchones, el
colocolo, la calchona, las candelillas... Ahí tienes tú: yo creo en las
candelillas porque las he visto.
-¡No estés payaseando! -exclamó asustado Antonio.
-Claro que las vi.
-A ver, cuenta.
-Se lo voy a contar... Oye, Antuco, pásame otro trago.
-¡Así tan seguido se pierde el tañido!
-¿No lo hicieron para tomar? Tomémoslo, entonces.
José Manuel y Antonio se echaron a reír.
-¡Este diablo tiene más conchas que un galápago!
-Bueno, cuenta...
-Espérense que mate este viejo.
Se bebió el último sorbo que quedaba en el jarro, lanzó un sonoro ¡ah! y dijo:
-Cuando yo era
muchachón, tendría unos diecinueve años, fui un día a la ciudad a ver a
mi tío Francisco, que tenía un negocio cerca de la plaza. Allá se me
hizo tarde y me dejaron a comer. Después de comida, cuando me vieron
preparándome para volver a casa, empezaron a decirme que no me viniera,
que el camino era muy solo y peligroso y la noche estaba muy obscura.
Yo, firme y firme en venirme, hasta que para asustarme me dijeron:
-No te vayas, Vicente; mira que en el potrero grande están saliendo candelillas...
-¿Están saliendo candelillas? Mejor me voy; tengo ganas de ver esos pajaritos.
Total, me vine. Traía
mi buen cuchillo y andaba montado. ¿Qué más quiere un hombre? Venía un
poco mareado, porque había comido y tomado mucho, pero con el fresco de
la noche se me fue pasando. Eché una galopada hasta la salida del pueblo
y desde ahí puse mi caballo al trote. Cuando llegué al potrero grande,
tomé el camino al lado de la vía, al paso. Atravesé el río. No aparecían
las candelillas. Entonces, creyendo que todas eran puras mentiras,
animé el paso del caballo y empecé a pensar en otras cosas que me tenían
preocupado. Iba así, distraído, al trote largo, cuando en esto se para
en seco el caballo y casi me saca librecito por las orejas. Miré para
adelante, para ver si en el camino había algún bulto, pero no vi nada.
Entonces le pegué al caballo un chinchorrazo con la penca en el cogote,
gritando:
-¿Qué te pasa, manco del diablo?
Y le aflojé las
riendas. El caballo no se movió. Le pegué otro pencazo. Igual cosa.
Entonces miré para los costados, y vi, como a unos cien pasos de
distancia, dos luces que se apagaban y encendían, corriendo para todos
lados. Allí no había ningún rancho, ninguna casa, nada de donde pudiera
venir la luz. Entonces dije: “Estas son las candelillas”.
-¿Las candelillas? -preguntó Antonio.
-Las candelillas...
Pásame otro trago, por preguntón... Como el caballo era un poco arisco,
no quise apurarlo más. Me quedé allí parado, tanteándome la cintura para
ver si el cuchillo saldría cuando lo necesitara, y mirando aquellas
luces que se encendían y se apagaban y corrían de un lado para otro,
como queriendo marearme. No se veía sombra ni bulto alguno... De repente
las luces dejaron de brillar un largo rato y cuando yo creí que se
habían apagado del todo, aparecieron otra vez, más cerca de lo que
estaban antes. El caballo quiso recular y dar vuelta para arrancar, pero
lo atrinqué bien. Otro rato estuvieron las luces encendiéndose y
apagándose y corriendo de allá para acá. Se apagaron otra vez sin
encenderse un buen momento, y aparecieron después más cerca. Así pasó
como un cuarto de hora, hasta que acostumbrándome a mirar en la
obscuridad, empecé a ver un bulto negro, como una sombra larga, que
corría debajo de las luces... “Aquí está la payasada”, me dije.
Y haciéndome el leso,
principié a desamarrar uno de los pesados estribos de madera que
llevaba; lo desaté y me afirmé bien la correa en la mano derecha. Con la
otra mano agarré el cuchillo, uno de cacha negra que cortaba un pelo en
el aire, y esperé.
Poco a poco fueron
acercándose las luces, siempre corriendo de un lado para otro,
apagándose y encendiéndose. Cuando estuvieron como a unos cuarenta
pasos, ya se veía bien el bulto; parecía el de una persona metida dentro
de una sotana. Lo dejé acercarse un poquito más y de repente le aflojé
las riendas al caballo, le clavé firmes las espuelas y me fui sobre el
bulto, haciendo girar el estribo en el aire y gritando como cuando a uno
se le arranca un toro bravo del pillo: ¡Allá va, allá va valla valla
vallaaaaa!
El bulto quiso
arrancar, pero yo iba como celaje. A quince pasos de distancia revoleé
con fuerzas el estribo y lo largué sobre el bulto. Se sintió un grito y
la sombra cayó al suelo. Desmonté de un salto y me fui sobre el que
había caído, lo levanté con una mano y zamarreándolo, mientras lo
amenazaba con el cuchillo, le grité:
-¿Quién eres tú? ¡Habla!
No me contestó, pero se
quejó. Lo volví a zamarrear y a gritar, y entonces sentí que una voz de
mujer, ¡de mujer, compadre! me decía:
-No me hagas nada, Vicente Montero...
-¿Era una mujer?
-¡Una mujer, compadrito
de mi alma! Y yo, bruto, le había dado un estribazo como para matar un
burro. Pásame otro trago, Antuco. Al principio no me di cuenta de quién
era, pero después, al oírla hablar más, vine a caer: era una mujer
conocida de la casa, que tenía tres hijos y a quien se le había muerto
el marido tres meses atrás. Le pregunté qué diablos andaba haciendo con
esas luces, y entonces me contó que lo hacía para ganarse la vida.
porque como la gente era tan pobre por allí, no tenía a quién trabajarle
y no quería irse para la ciudad y dejar abandonados a sus niños. En
vista de todo esto, había resuelto ocuparse en eso.
-¡La media ocupación que había encontrado!
-Se untaba las manos
con un menjunje de fósforos y azufre que se las ponía luminosas y salía
en el potrero a asustar a los que pasaban, abriendo y cerrando las manos
y corriendo para todos lados. Algunos se desmayaban de miedo; entonces
ella les sacaba la plata que llevaban y se iba... Total, después que se
animó y se sacó la sotana en que andaba envuelta, la subí al anca y la
traje para el pueblo... Y desde entonces, hermano Juan de Dios, cuando
me hablan de ánimas y de aparecidos, me río y digo: ¡Vengan candelillas,
ánimas y fantasmas, teniendo yo mi estribo en la mano! Sírveme otro
traguito. Antuco...
-¡Pero, hombre, te lo has tomado casi todo vos solo!
-¿Pero no lo habían hecho para mí?
-Ahí tienes tú, Vicente; yo no creo mucho en ánimas, pero en el colocolo, sí. Mi padre murió de eso.
-Sería alguna enfermedad -dijo Vicente, desperezándose-. Me está dando sueño con tanto vino y tantos fantasmas. ¡Ah! -bostezó.
-Y te voy a contar cómo fue, sin quitarle ni ponerle nadita.
-Cuenta, cuenta.
-Hasta los cuarenta y
cinco años, mi padre fue un hombre robusto, bien plantado, macizote.
Cuando esto pasó, yo tendría unos diecinueve años. Vivíamos en Talca,
cerca de la estación. Un día, por éstas y por las otras, mi padre
decidió que nos cambiáramos a otra casa, a una que estaba al lado del
presidio. La casa era de adobe, grande, aunque muy vieja; pero nos
convenía el cambio, porque andábamos un poco atrasados. Cuando nos
estábamos cambiando, vino una viejita que vivía cerca y le dijo a mi
padre:
-Mira, José María, no
te vengas a esta casa. Desde que murió aquí el zambo Huerta. nadie ha
podido vivir en ella sin tener alguna desgracia en la familia. La casa
está apestada; tiene colocolo.
Mi padre se rió con
tamaña boca. ¡Colocolo! Eso estaba bueno para las viejas y para asustar a
los chiquillos, pero a los hombrecitos como él no se les contaban esas
mentiras.
-No tenga cuidado, abuela; en cuanto el colocolo asome el hocico, lo hago ñaco de un pisotón.
Se fue la veterana,
moviendo la cabeza, y nosotros terminamos la mudanza. La casa era muy
sucia, había remillones de pulgas y las murallas estaban llenas de
cuevas de ratones... En el primer tiempo no sucedió nada, pero, a poco
andar, mi padre empezó a toser y a ponerse pálido; se fue enflaqueciendo
y en la mañana despertaba acalorado. De noche tosía tan fuerte que nos
despertaba a todos. Le dolía la espalda y sentía vahídos.
-¿Qué diablos me está dando? -decía.
Mi madre le preparó algunos remedios caseros y le daba friegas. No mejoraba nada.
-¿Por qué no ves un médico, José María? -le decía mi madre.
-No, mujer, si esto no es nada. Debe ser el garrotazo el que me ha dado... Pasará pronto.
Pero no pasaba; al
contrario, empeoraba cada día más. Después le vino fiebre y un día echó
sangre por la boca. Se quejaba de dolores en la espalda y en los brazos.
No pudo ir a trabajar. Una noche se acostó con fiebre. Como a las doce,
mi madre, que dormía cerca de él, lo sintió sentarse en la cama y
gritar:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
-¿Qué te pasa, José María? -le preguntó mi madre llorando.
-¡El colocolo! ¡Me estaba chupando la saliva!
Nos levantamos todos.
Mi padre ardía en fiebre y gritaba que había sentido al colocolo encima
de su cara, chupándole la saliva. Esa noche nos amanecimos con él. Al
otro día llamamos un médico, lo examinó y dijo que había que darle éstos
y otros remedios. Los compramos, pero mi padre no los quiso tomar,
diciendo que él no tenía ninguna enfermedad y que lo que lo estaba
matando era el colocolo. Y el colocolo y el colocolo y de ahí no lo
sacaba nadie.
-¡Y dale con el colocolo! -murmuró Vicente Montero.
-Se le hundieron los
ojos y las orejas se le pusieron como si fueran de cera. Tosía hasta
quedar sin alientos y respiraba seguidito.
-No me dejen solo
-decía-. En cuanto ustedes se van y me empiezo a quedar dormido, viene
el colocolo. Es como un ratón con plumas, con el hocico bien puntiagudo.
Se me pone encima de la boca y me chupa la saliva. No le he podido
agarrar, porque en cuanto quiero despertar se deja caer al suelo y lo
veo cuando va arrancando. ¡No me dejen solo, por Diosito!
En la casa estábamos
con el alma en un hilo, andábamos despacito como fantasmas y no sabíamos
qué diablos hacer. ¡No es broma ver que a un hombre tan fuerte como un
roble se lo lleva la Pelada sin decir ni ¡ay!
Y así, hasta que mi
padre pidió que llamáramos a la viejecita que le había aconsejado que no
nos fuéramos a esa casa. Fuimos a buscar a la señora, vino, y cuando
vio el estado en que se encontraba mi padre, le dijo:
-¿No te dije, José María Pincheira, que no te vinieras a esta casa, que había colocolo?
-Sí, abuelita, tenía razón usted... Pero ¿qué se puede hacer ahora?
-Ahora, lo único que se
puede hacer es aguaitar al colocolo en qué cueva vive; a veces se sabe
por el ruido que hace; se queja y llora como una guagua1 recién
nacida. Cuando no grita, para encontrarlo hay que espolvorear el suelo
con harta harina, echándola de modo que no quede ninguna huella encima.
Al otro día se busca en la harina el rastro del colocolo y una vez que
se ha dado con la cueva, se la llena de parafina mezclada con agua
bendita... Con esto no vuelve nunca más.
¿Es un ratón el colocolo? -preguntó mí madre.
-No, mi señora, parece
un ratón y no lo es; parece un pájaro y no es pájaro; llora como una
guagua y no es guagua; tiene plumas y no es ave.
-¿Qué es, entonces?
-Es... el colocolo.
Nace del huevo huero de una gallina. Cuando se deja abandonado un huevo
así, sin hacerlo tiras, viene una culebra, se lo lleva y lo empolla;
cuando nace, le da de mamar y le enseña a chupar la saliva de las
personas que duermen con la boca abierta.
Se fue la señora,
dejándonos más asustados de lo que estábamos antes. Esa noche llenamos
de harina todo el piso de la pieza, desparramándola de adentro para
afuera, de modo que no quedara rastro alguno. Mi hermano Andrés y yo nos
tendimos en la puerta, de guardia, armados de piedras y palos, listos
para entrar cuando mi padre llamara. Conversando y fumando, nos quedamos
dormidos. A medianoche nos despertó el grito de mi padre:
-¡El colocolo! ¡El colocolo!
Entramos y no hallamos
al dichoso bicho. Buscamos las huellas, pero había tantas, que nos salió
lo mismo que si no hubiera ninguna. En todas las bocas de las cuevas
había huellas de entradas y salidas de ratones. ¿Cómo íbamos a saber
cuáles eran las del colocolo?
Al otro día se repitió
la pantomima. Mi padre estaba muy mal, tosía y tenía una fiebre de
caballo. Más o menos a la misma hora de la noche anterior, sentimos que
se quejaba como una persona que no puede respirar. Escuchamos y oímos
como un gemido de niño chico. De repente mi padre se sentó en la cama y
dio un grito terrible. Entramos corriendo y vimos al colocolo; iba
subiendo por la muralla hacia el techo.
-¡Allá va, Andrés, mátalo!
Mi hermano, que estaba
del lado en que el animal iba subiendo, le dio un peñascazo con tanta
puntería, que le pegó medio a medio del espinazo. Se sintió un grito
agudo, como de mujer, y el colocolo cayó en un rincón. Si lo hubiéramos
buscado en seguida, tal vez lo habríamos encontrado, pero con el miedo
que teníamos y con lo que nos demoramos en tomar la luz, el colocolo
desapareció, dejando rastros de sangre a la entrada de una cueva.
En la mañana murió mi
padre. Vino el médico y dijo que había muerto de la calientita, que la
casa estaba infectada y que nos debíamos cambiar de ahí.
Después que enterramos
al viejo, hicimos una excavación en la cueva en que se había metido el
colocolo, pero no encontramos nada. La cueva se comunicaba con otra.
Nos fuimos de la casa y
un mes después, en la noche, volvimos mi hermano Andrés y yo y le
prendimos fuego. Y dicen que cuando la casa estaba ardiendo, en medio de
las llamas se sentía el llanto de un niñito...
Terminó su narración
José Manuel Pincheira y en el instante de silencio que siguió a su
última palabra se oyó un suave ronquido. Vicente Montero se había
dormido.
-Se durmió el compadre.
-Debe estar cansado... y borracho.
-¡Eh! -le gritó José Manuel, dándole un golpe con la mano.
Dormido como estaba y
medio borracho, el empujón hizo perder el equilibrio a Vicente Montero,
que osciló como un barril, inclinándose hacia atrás. Alcanzó a
enderezarse y saltó a un lado gritando:
-¡Epa, compadre!
-¿Qué le pasa, señor? -le preguntó irónicamente Antonio.
-¡Por la madre! Estaba
soñando que un colocolo más grande que un ternero me estaba chupando la
saliva como quien toma cerveza cuando tiene sed.
Se rieron José Manuel y Antonio. Vicente, desperezándose, dijo:
-Ya debe ser muy tarde.
Buscó en todos sus bolsillos, diciendo:
-¿Dónde está mi reloj?
-¿Tienes reloj, Vicente? Andas muy en la buena.
-Si, tengo un reloj que le compré al mayordomo. Aquí está.
Y sacó un descomunal reloj Waltham.
-¡Ja, ja! Ese no es un reloj, pues, señor... Eso es una piedra de moler. ¡Una callana!
-Sí, ríanse, no más...
Este es un reloj macuco. Anda mejor que el de la iglesia. Cuando el de
la iglesia da las doce, el mío hace ratito que las ha dado Me sirve
muchísimo. Estuve como un año juntando plata para comprarlo. No lo dejo
ni de día ni de noche. Cuando me acuesto lo cuelgo en la cabecera y le
digo: Mañana a las seis, ¿no? Y a las seis en punto despierto. No lo
cambio ni por un caballo con aperos de plata... Ya son las once y media.
Me voy.
Se despidieron los
amigos y después de dos tentativas para montar, Vicente Montero montó y
se fue. Dejó que su caballo marchara al trote, abandonándose a su suave
vaivén. Tenía sueño, modorra; el alcohol ingerido se desparramaba
lentamente por sus venas, produciéndole una impresión de dulce
cansancio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y empezó a dormitar,
aflojando las riendas al caballo, que aumentó su carrera.
Insensiblemente se fue durmiendo, deslizándose por una pendiente
suavísima. De pronto apareció ante sus ojos, en sueños, un enorme ratón
con ojos colorados y ardientes que empezó a correr delante del caballo.
Corría, corría, dándose vuelta de trecho en trecho para mirarlo con sus
ojos ardientes. Después se paró ante el caballo y dando un salto se
colocó sobre la cabeza del animal, desde donde empezó a mirarlo
fijamente. Era un ratón horrible, con pequeñas plumas en vez de pelos,
la cabeza pelada y llena de sarna y el hocico puntiagudo, en medio del
cual se movía una lengua roja y fina como la de una culebra. Mucho rato
estuvo allí, mirándolo sin cerrar los ojos, hasta que dando un chillido
saltó y quedó colgando de la barba de Vicente Montero.
¡Eh! -gritó éste angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas.
Detenido bruscamente en
su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el costado y Vicente
Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza al suelo.
La violencia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se
encontraba, hicieron que se desvaneciera. Rezongó unas palabras y allí
quedó, medio desmayado y medio dormido.
Así estuvo largo
rato... Después despertó, sintió un escalofrío, se restregó los ojos y
miró a su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más
adelante, mordisqueando unas hierbas.
-¿Qué diablos me habrá pasado?
El aire y el sueño le
habían avivado la borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, procurando
explicarse la causa de su estada en ese sitio y en esa postura. Recordó
algo, muy vagamente: el colocolo, un hombre que se había muerto porque
se le había acabado la saliva, una vieja que echaba harina en el suelo, y
un ratón con ojos colorados, sin saber si todo eso lo había soñado o le
había sucedido.
Se afirmó en una mano
para levantarse, y al ir a hacerlo, miró hacia el suelo. Allí vio algo
que lo dejó inmóvil. A un metro de distancia, entre el pasto alto, un
ojo claro y brillante lo miraba fijamente.
-Esta sí que es grande
-murmuró, volviendo a caer de rodillas y mirando asustado aquel ojo
amenazante. Recordó entonces el horrible ratón de ojos ardientes que
había visto o soñó ver. Hizo: ¡Chis! queriendo espantar a aquel ojo
fijo, pero éste continuó mirándolo. Si hubiera tenido la estribera. De
pronto se estremeció de alegría: recordó que en el sueño, o en lo que
fuera, alguien había muerto un colocolo de un peñascazo.
-Espérate, no más... ¡colocolo conmigo!
Tanteó en el suelo,
buscando una piedra; encontró una de tamaño suficiente como para
aplastar media docena de colocolos, y calculando bien la distancia la
lanzó hacia aquel ojo luminoso y fijo, gritando:
-¡Toma! Se sintió un
leve chirrido y él saltó hacia adelante, estirando la mano hacia el
supuesto colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas puntas afiladas.
Sintió un escalofrío de terror y lanzó violentamente hacia arriba lo que
había tomado; en el momento de hacerlo, sin embargo; recordó algo que
le era familiar al tacto en la forma y en la frialdad. Estiró la mano y
recogió el objeto que descendía. Lo acercó a sus ojos y vio algo que le
hizo darse un golpe de puño en el muslo, al mismo tiempo que gritaba con
rabia:
-¡Por la misma remadre! ¡Mi reloj Waltham!
María dice:
ResponderEliminar29 marzo 2012
Me parece muy interesante este cuento
prof. Benedicto González Vargas, dice:
ResponderEliminar30 marzo 2012
Gracias, María, por detenerte a leer y comentar. A mí, más que interesante, me parece una historia entretenida! Saludos, Benedicto