jueves, 2 de febrero de 2017

Bosques quemados: el peor incendio forestal en la historia de Chile

Cuando llega el verano en mi país, junto con el alza de las temperaturas y los preparativos para las vacaciones de miles de compatriotas, sabemos que hay un riesgo latente que, lamentablemente, siempre se hace patente: los incendios forestales.

Los bosques de Chile, que son cientos de miles de hectáreas entre la IV Región de Coquimbo, en el centro norte del país, y la Isla de Tierra del Fuego en el Estrecho de Magallanes, no sólo se encuentran con un clima más seco por la falta de humedad en el ambiente, sino que, además, se encuentran acechados por la enorme cantidad de basura que los turistas van dejando abandonada. Indudablemente, las botellas de plástico y vidrio son las más peligrosas por el más que evidente potencial de generar fuego en los resecos pastizales.

Pero eso, en Chile, lo sabemos, cada año empiezan las campañas para no dejar desperdicios, para cuidarse de encender fogatas o dejar colillas de cigarrillos a medio apagar, pero cada vez son más los incendios que nos aquejan y la curva estadística sube sin control. Peor aún, el calentamiento global ha generado condiciones atmosféricas propicias para desencadenar enormes incendios. En Chile hablamos del triple 30, la peor combinación que podemos tener y que, lamentablemente, ha llegado para quedarse cada verano: sobre 30 grados de temperatura, menos de 30% de humedad y vientos sobre los 30 nudos de velocidad. Lo sabemos, pero se hace poco por prevenir. De hecho más del 90% del escaso presupuesto de la Corporación Nacional Forestal (Conaf) está destinado a combatir incendios y solo un 10% a programas de prevención. A la luz del incendio que está destruyendo los bosques y pueblos rurales de mi país, no estamos haciendo bien las cosas.

Hoy las hermosas imágenes del sur de Chile, plenas de un verdor intenso, están mutando. Cientos de miles de hectáreas quemadas, con bosques, pastizales y matorrales arrasados. Con toda una fauna silvestre que ve desaparecer su hábitat y que, en muchos casos, ni siquiera pudo ponerse a salvo. Sin embargo, los incendios forestales que hoy nos agobian no se quedaron sólo en la destrucción de bosques y aldeas, están hoy día avanzando a las ciudades. Miles de casas quemadas con decenas de miles de damnificados. Más de una decena de compatriotas fallecidos entre brigadistas forestales de Conaf, Carabineros —nuestra policía uniformada— y bomberos, que en Chile son estrictamente voluntarios no remunerados, por vocación y convicción. Se agregan a ellos otros ciudadanos fallecidos por causa de estos incendios, como un anciano que murió atrapado por las llamas en Santa Olga (pueblo de cuatro mil habitantes donde no quedó una sola casa que no fuera reducida a cenizas) o voluntarios que cayeron tratando de contener las llamas. Mi país se encuentra en una situación cuyo símil más cercano es un ataque de guerra. El enemigo terrible es un cordón de fuego que a ratos retrocede, sólo para atacar con mayor ferocidad y que cuando alcanza una zona urbana arrasa con todo. Las imágenes más parecieran de una ciudad devastada por un bombardeo.

Hay miles de compatriotas que no han salvado nada más que la vida y la ropa que llevaban puesta. Muchas de sus mascotas y animales de granja murieron calcinados. Otros tantos huyeron y vagan desolados por los campos, heridos, quemados, muertos de sed y con las cojinetas de las patas llagadas.

En Chile estamos acostumbrados a las tragedias, hemos sufrido el terremoto más fuerte en la historia de la humanidad (magnitud 9,5 en Valdivia en 1960), además de otros muchos sobre magnitud 7; sabemos de aluviones, maremotos, avalanchas de nieve, sequías y desbordes de ríos. Y todas esas tragedias que la prensa internacional no se cansa de mostrar, no nos hacen tanto daño, sin embargo, como estos incendios. El terrible terremoto (magnitud 8,8) y el posterior maremoto que acabó con la vida de miles de chilenos en 2010, no causó el dolor y el sentimiento de impotencia que están causando estos incendios. La razón es muy simple, en medio de las casas destruidas o arrasadas por el mar, las personas encontraban algo, aunque fuera en mal estado. Un recuerdo, un mueble, un artefacto, una fotografía… Las personas que han vuelto a sus casas y las han encontrado arrasadas sólo han visto cenizas. Y el fuego es aterrador. En el día es aterrador y en la noche es, simplemente, el mayor infierno al que puede exponerse una persona.

En medio de tanta desolación y de cierta inmovilidad de nuestras autoridades al inicio de la emergencia, se ha despertado la ya proverbial solidaridad nacional. Miles de chilenos se movilizan con dinero, enseres o trabajo para ayudar a sus hermanos en desgracia. Hermoso ha sido ver a tantos hermanos extranjeros que han llegado a Chile a vivir en los últimos años trabajando codo a codo con los nacionales para extinguir las llamas: colombianos, haitianos, argentinos, dominicanos, cubanos, bolivianos y peruanos (los inmigrantes más numerosos en la actualidad). La solidaridad internacional tampoco nos ha faltado, delegaciones oficiales de brigadistas antiincendios han llegado de Estados Unidos, Rusia, Venezuela, Portugal, México, Panamá, España, Ecuador, Francia, Brasil y Argentina.

Chile se levanta literalmente desde las cenizas. Pero debemos hacer algo más que reaccionar solamente, debemos inculcar a nuestros ciudadanos la necesidad de cuidar nuestros bosques. Latinoamérica está llena de bosques y selvas que debemos cuidar. Ojalá en Chile estemos aprendiendo la lección y de seguro nuestros brigadistas han obtenido ya un máster en incendios forestales y serán un gran aporte si les toca devolver la mano a las naciones que lo necesiten en el futuro más que cercano. Pero hay muchas lecciones que aprender, no sólo en Chile, sino que en toda América: cómo cuidamos los bosques; cómo, cuándo y con qué los reforestamos. Gran parte de la voracidad de las llamas se debe también al pino insigne y al eucaliptus, base de la industria forestal chilena y altamente combustibles (mucho más que las especies nativas a las que reemplazaron). Qué recursos materiales, tecnológicos y sobre todo humanos debemos tener previstos para los años venideros y, sobre todo, cómo educamos a nuestra población respecto de la convivencia con los bosques y el fuego.

En cuanto a esto último, parece que tenemos muy poca cultura. Los españoles durante la Conquista y la Colonia arrasaban los bosques con fuego para levantar ciudades. Ya en la República, nuestros campesinos ocupaban (y ocupan) el fuego para hacer quemas controladas y “limpiar” paños de terreno. Las autoridades chilenas, todas desde la década del 60, fomentaron la reforestación con pinos y eucaliptus, especies impulsoras del desarrollo forestal y de la producción de celulosa (hoy muchos critican una política que hasta ayer era aplaudida sin reservas). Nuestros aborígenes no lo hicieron tan mal, pero tampoco mucho mejor en su relación con los bosques. En el norte del país, casi no había bosques. Los pascuenses los arrasaron y se quedaron con una isla sin árboles (el casi extinto toromiro pascuense ha sido actualmente reemplazado por palmeras, con las que se está reforestando la isla) y los mapuches, al contrario de lo que cree la mayoría de mis compatriotas, no vivían en los bosques, esos espacios sagrados sólo servían para recolectar y por lo tanto tampoco generaron una cultura de vivir en ellos.

Hoy con todos esos pésimos antecedentes, casi genéticos, se han levantado ciudades, pueblos, villorrios o barrios acomodados al borde de los bosques y por ellos es que los incendios están dejando sin vivienda a tantos compatriotas. Increíble que Chile, con todo su potencial y desarrollo forestal, no sabe vivir con ni cuidar sus bosques.

Gracias a todos los que han dedicado unos minutos a hacer votos o elevar una plegaria por Chile, sus bosques y sus gentes

prof. Benedicto González Vargas

Artículo publicado originalmente en mi columna Si vas para Chile en la sección Ciudad Letralia, de Revista Letralia

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