domingo, 14 de julio de 2024

El tony chico, de Luis Alberto Heiremanns

Han pasado 30 años desde que leí por primera vez El tony chico, de hecho, en aquella ocasión no sólo lo leí, sino que fui al Teatro de la Universidad Católica y vi la obra. Emocionante. Hace algunos días, mientras limpiaba el venerable polvo de los libros de mi biblioteca, al pasar por él, decidí releerlo y mi comentario de hoy corresponde a esta relectura, tres décadas después de mi primera aproximación.

Indudablemente, los años, la experiencia de lector empedernido y la misma obra, permiten acercarse mucho mejor a esta pieza fundamental de la dramaturgia chilena. 

El ambiente es un circo pobre, repleto de personajes cuyas vidas están estancadas en una miseria permanente, en un deambular por pueblos y caminos que nunca lograban llevarlos a un sitio mejor, aunque no perdían la esperanza. Es en ese circo, "redondo como el mundo", donde de pronto aparece Landa, enfundado en una gran cabeza publicitaria, una especie de corpóreo, diríamos hoy, que también corriendo caminos acompañado de la soledad, de la pérdida de una visión angelical que se le escapó para siempre y que quisiera volver a encontrar. Llora desconsolado. Nadie entiende por qué, evidentemente está ebrio, pero en realidad se siente perdido en un mundo irreal con con esas imágenes que lo persiguen. No deja de evocar esos recuerdos que comparte con quienes lo escuchan, los otros personajes y nosotros los lectores/espectadores: "Y me llaman, me tienden sus manos, me ofrecen algo, y sé que si voy hacia ellos, si los encuentro, este dolor sordo que tengo por ser quien soy y por estar donde estoy, se disipará de golpe". 

Aún contra la opinión del Capitán, Landa casi sin quererlo ni pensarlo empieza a trabajar en el circo, deja de lado su monstruosa cabeza publicitaria y empieza a usar las pinturas de payaso. Tal vez estaba cansado de que los obreros de la construcción le gritaran cabezón y se rieran de él. Su actuación resulta un éxito, la gente se ríe y se convierte en una atracción. Ya no le gritan cabezón, lo aplauden. Ya no se ríen de él, sino con él. Además, empieza a enseñarle el oficio de payaso al niño Juanucho, inteligente, aprende rápido. Actúan juntos la rutina ensayada.

Esa noche de éxito, tras la función, sale a celebrar con el capitán en un bar de mala muerte, sin embargo la tragedia se cernía sobre ellos. El capitán se había involucrado con una de las mujeres del circo, su esposa, la Rucia, desconfiaba y quería venganza. Sale con un revólver a buscar al capitán, tratan de sujetarla, dispara, y Landa recibe el tiro en el estómago. Cae mal herido, sus últimas palabras son para reprocharse no haber logrado nada en la vida, no encontró a sus ángeles y no pudo enseñar el oficio de tony a Juanucho.

En el último segundo de su vida, sus ángeles, las vendedoras de dulces y pasteles de las estaciones ferroviarias lo vienen a buscar. La visión del moribundo se hace tangible en el escenario. Landa se va creyendo que su vida fue un fracaso, que no dejó nada. Sin embargo, Juanucho, el tony chico, en esas pocas lecciones sí aprendió el oficio y también heredó sus vanas esperanzas, él también vio a los ángeles de Landa y la historia se cierra con el último parlamento: ¡Hola!, es el saludo que Juanucho le dice a angélicas apariciones.

Obra profunda, plena de sentimientos y emociones humanas. Tremenda, inefable, hay que leerla, hay que verla para comprender lo que transmite. Profundamente poética en su lenguaje, tremendamente íntima en su puesta en escena, dolorosamente emotiva en su texto y parlamento. Comprendí muchas cosas mejor en esta segunda lectura, pero algo no cambió, la emoción de leer un texto inolvidable.

prof. Benedicto González Vargas

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