La novela, que nos presenta a un Harry Haller, hombre de 50 años, 
cansado de la vida y de la sociedad burguesa que, no obstante, tiene 
costumbres burguesas –y gusta de ellas– que aborrece lo que la alta 
sociedad sindica como vulgar u ordinario, nos muestra también el 
enfrentamiento de este mismo ser a una oculta naturaleza personal que 
funcionará como su alter ego y que no es otra cosa que la de un lobo 
estepario que rehúye el encuentro con los demás, por resultarle 
insoportable intentar comprender siquiera las motivaciones ajenas y por 
parecerle que el resto de los mortales son inferiores cultural y 
espiritualmente que él.
Para los que no hayan leído esta obra (deberían leerla), no debe 
quedarles la idea de que Harry es un personaje pedante y autosuficiente 
que se cree superior al resto. Nada más lejos de la profunda 
personalidad con la que lo dota Hesse. Haller, que puede ser agradable y
 amabilísimo en una conversación, es una víctima encerrada en su propia 
selva. Su lobo estepario no es una forma de liberarse y vivir libre su 
vida. Su lobo estepario es un ser que le duele amargamente y que lo hace
 consciente de estar aislado de la humanidad. Es un alter ego necesario 
pero fraccionante, no aglutinante, de su propia personalidad y un 
doloroso y permanente recordatorio de que él nunca alcanzará la 
felicidad, ni siquiera el sosiego al que aspira cualquier persona. Por 
eso es que Haller piensa que los 50 años son ya una buena edad para 
morir, porque esta vida no tiene ilusiones ni representa desafíos a su 
personalidad adolorida.
Sin embargo, todo cambia cuando, hombre al fin y al cabo, deseoso y 
temeroso de la muerte que busca a través del suicidio, busca retrasar el
 fatal final y entra en contacto con la bella y mundana Armanda, la que 
sin embargo empieza a alzarse en la obra como su maestra (cuando 
discípulo está preparado aparece el maestro, dice una vieja máxima 
esotérica) y la que lo obliga a experimentar placeres tan simples como 
el baile o el sexo, ya que será ella quien lo acerque a María, una joven
 y bella “acompañante” con la cual Harry conocerá caricias, juegos y 
complicidades sexuales que no ha vivido nunca y quien lo comprenderá más
 allá de las convenciones sociales establecidas. Armanda, por cierto, 
busca enamorarlo, pero para ello debe conseguir que Harry conozca el 
amor, y María es, en ese contexto, una experiencia necesaria. La mujer, 
por lo tanto, aparece con el gran elemento civilizador del lobo 
estepario, como la gran cura espiritual y como el camino para 
reencontrarse con una sociedad a la que Harry quiere escapar. Vienen a 
mi memoria las palabras que aparecen en la obra literaria más antigua 
que la humanidad conoce, el Poema de Gilgamesh, donde al salvaje Enkidu 
le llevan una prostituta sagrada para que “le haga la iniciación de la 
mujer”, tras la cual se convierte en un ser sociable. Nada más, ni nada 
menos es el rol de estas dos verdaderas maestras que son Armanda y María
 y cuya trilogía se completa con Pablo, el músico de jazz, bello y 
simpático que buscar siempre agradar a Harry y dejarle, a través de 
sencillas palabras, enseñanzas que éste solo atesora hacia el final de 
la novela, luego de recorrer un teatro mágico tan complejo como su 
propia vida.
Al final, nos vamos quedando con la idea que todos llevamos un lobo 
estepario dentro, o al menos una fiera salvaje, aunque sea de distinta 
especie. Pero también vamos descubriendo la caricatura de esta 
pretendida y falsa dualidad que esconde una multiplicidad de identidades
 ocultas que pugnan, cada una a su tiempo, por dominar nuestras 
consciencias y acciones.
Novela notable, bella, profunda, en que hay que conocer algo de las 
ideas espirituales de su autor para comprenderla mejor, tal vez nunca 
cabalmente, por eso Demian y Siddharta sean tal vez las mejores llaves 
para conectar luego con esta novela mayor, tremenda, enigmática y en 
cierto modo terrible, porque en sus breves páginas, de una o de otra 
forma, nos vemos revelados los lectores. Esa doble hache del autor y del
 protagonista no son solo indicativos de un reflejo entre el autor y su 
obra, no son solo una clave más de los indicios autobiográficos, que yo 
preferiría llamar autoespirituales, entre Herman Hesse y Harry Haller, 
sino que nos involucran a todos como a los sustantivos Hombre y 
Humanidad, que dan cuenta de lo singular y lo colectivo a la vez.
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