Me gustaba. Desde afuera parecía tranquila y encantada. Nos gustaba pasear por esos jardines.
Pensábamos con nostalgia que algún día nos gustaría habitarla y ver la caída del sol o del aire desde los pequeños ventanales que daban al fondo de un bosque encrucijado.
Los dueños eran un matrimonio pequeño y rechoncho. Parecían tener un buen pasar y vivir en un tranquilo egoísmo. Desde el amanecer se le veía a ella regar los arbustos con un líquido color malva, las puertas cerradas esbozaban una extraña luminosidad. Durante los años los vecinos veían que esta pareja tenía una rutina milenaria y que siempre a la entrada del sol, cuando la oscuridad nos permite ver ciertos secretos, ciertos movimientos alucinados, ellos se ocultaban en aquella casa de la colina, lejanos de las voces de los otros.
La pareja de la casa iluminada vestía las mismas prendas y conservaba en el rostro el tiempo detenido. Sonreían levemente y solo se los veía felices cuando regaban sus arbustos con aquellos líquidos color malva. Pasaron muchos años en nuestro pequeño país, junto al mar y al monte. Desaparecieron personas. Pintaron las casas de un cemento plomizo, color miedo y color pena. Se prohibió salir a las terrazas por muchos años y caímos bajo el hechizo de la desgracia. Sin embargo, la pareja era feliz. Aprovecharon las restricciones para no salir de la casa. Durante años no se los vio hasta que el cartero les trajo una carta alada y por fin, solo entonces, supo que en la casa iluminada ya no había nadie. Sin embargo, la casa estaba alba y radiante como si los espíritus sigilosos la limpiarán a la perfección, se veía el hueso de la pulcritud, pero no el de la muerte. Los dueños de la casa habían desaparecido como si ellos mismos fueran parte del espacio encantado que los habitaba. Nos trasladamos con una pequeña cama y una marquesa de mi madre.
Desde el amanecer, la casa empezó a llenarse de polvo, entraba entre los umbrales, más allá de los laberintos. No nos dejaba vivir ese polvo maniático, ni tampoco las luces que constantemente se apagaban, sumiéndonos en la más tenebrosa oscuridad.
Semanas después, enfermé de insomnio. El tiempo de las maldades me llegó. Alguien arañaba mi piel y mi falda. A veces sentíamos que la muerte nos rodeaba, era una dama apacible y limpia. Se parecía al piso de la casa iluminada.
Cuando me era casi imposible caminar, nos marchamos y así recuperamos las palabras, los gestos y el don del amor. A veces, cuando paseábamos por la casa iluminada, era posible ver una luz muy tenue tras la ventana polvorienta.
Nadie sabe qué pasó en esa casa, pero se sospecha que los dueños aún viven en ella, que no han podido desprenderse, ni compartir sus posesiones, que el viento pérfido del egoísmo los vigila. Ellos tampoco podrán descansar. La muerte los condenó a la limpieza perpetua, al orden monstruoso, a la soledad.
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