jueves, 24 de marzo de 2022

Basuras de Shangai, por Germán Marín

 

(por Juan Manuel Vial)

El basurero centelleante de Marín. Cuentos, recuerdos y reseñas de objetos perdidos son algunos de los registros que dan vida a Basuras de Shangai, el libro por medio del cual Germán Marín demuestra que es el mejor estilista de la narrativa chilena actual.

Aunque Germán Marín ha sostenido que muchos de los relatos que componen Basuras de Shangai están de una u otra forma relacionados entre sí, es probable que el lector inadvertido no repare mayormente en ello, debido a que la sorpresiva variedad de registros distinguible en estas páginas lo obligará a preguntarse, antes que nada, cómo es posible que en un libro breve quepan tantas y tan diversas maneras de expresarse con soltura, humor, agudeza y perfección.

Una posible respuesta a la pregunta anterior tiene que ver con el estilo narrativo de Marín, quien, dicho sea con seguridad absoluta, es el estilista mejor dotado de la literatura chilena actual: no importa si el autor de Basuras de Shangai pasea al que lee por un prostíbulo de San Antonio que vivió sus días de gloria a causa del toque de queda o si lo introduce ante un cura calenturiento que bendice "la carne que glorifica la existencia de El Señor", o si lo obliga a reparar en una serie de objetos curiosos como el bidet o el oculatorio, o si, establecida ya la complicidad con el lector, el narrador se permite dar curso a ciertos episodios autobiográficos que hablan de su regreso del exilio o de su amistad con el poeta Enrique Lihn: no importa, en resumen, a dónde quiera conducirnos Marín, puesto que resulta inevitable no seguirlo a cualquier parte con sumo placer, en consideración a que su prosa, juguetona a ratos, ejerce sobre el lector inteligente un tipo de seducción francamente ineludible.

Según explica el autor, Basuras de Shangai debe su nombre a cierto castigo que se aplicaba en la Escuela Militar, los domingos por la tarde, a los cadetes arrestados formados en escuadra, los reclutas eran puestos de guata al suelo a recoger cuanta inmundicia hubiese sobre el patio Alpatacal. "briznas, plumas de paloma, hebras, palos de fósforo, raíces, hojitas de papel, colillas y otros residuos que he olvidado", debiendo luego almacenar los vestigios en sus bolsillos como prueba fehaciente de la misión cumplida. El título de la obra "guarda una estrecha relación con esa tarde de domingo de los años cincuenta, en que si bien no estaba en el Shangai de Marlene Dietrich, ni de André Malraux, me sentía lejos de la realidad propia en una suerte de tiempo irreal y eterno como era rastrear las basuritas en el suelo, a semejanza hoy de las páginas que he escrito sobre la mesa donde, agachado en mi giba, selecciono lo que me salve de la nada".

Los personajes que deambulan por este magnífico basurero literario son, en la mayoría de los casos, seres agudos y entrañables como la narradora de aquel estupendo cuento llamado La Princesa de Babilonia, una madama de burdel sorprendentemente dotada para el relato oral. También los hay miserables, es cierto, como los integrantes de aquel grupo de pelafustanes allendistas que, cegados por la negra envidia, asesinaron al ex compañero de armas que triunfó en la vida a raíz de un exilio dorado en Francia.

Otras veces resulta evidente que el personaje de tal o cual relato es el propio Marín, aunque este reseñador no está en condiciones de asegurar si es que acaso es cierto que el autor que el autor guarda en su ropero, junto a la pistola Star, una muñeca inflable que emula la anatomía de la actriz Linda Fiorentino. Lo que no admite dudas y sí merece admiración, es el estado de ánimo con que Marín se ubica ante la realidad, ya sea la pasada o la de cada día: "Chile me resulta desde esa jornada -se refiere al 11 de septiembre de 1973- un país dudoso de voz aflautada, lleno de ambiciosos, tibios y asesinos,  por el cual no tengo hoy por qué apostar nada, pues lo hice ya en una oportunidad y con una vez basta". Dicho eso, y parafraseando al "sentencioso de Wilde". Marín fija su posición de tiro en una trinchera envidiable, desde la cual puede apreciar lo interesante que se vuelve la vida cuando uno ha dejado de ser parte de ella.

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