En estos días en que la Región de Aysén y la Patagonia en general han
estado en la mirada pública, me acordé que en mi biblioteca tenía una
poco conocida novela que encontré hace un tiempo en una librería de San
Diego. Por referencias sabía
de esta novela y de su autor, de su profesión de abogado, de su labor
como juez y de su talento literario, pero no había tenido la
oportunidad de leer algo de él. Fui pues hasta mis anaqueles, busqué la
novela en cuestión y me di a la grata tarea de leerla. Son casi 100
páginas que se van acabando sin prisa, pero también sin detenciones,
donde descubro una pluma fértil, imaginativa, no excenta de humor,
de una fina ironía y de una profunda traza psicológica con la que va
adornando a sus personajes. No es posible quedar indiferente ante ellos,
nos afloran sentimientos muy humanos ante la loca misión del protagonista o el ingenuo enamoramiento de una maestra rural. Reconocemos en la actitud de la empresa estatal ferrovaria un no sé qué permanente de su mal manejo administrativo.
Aysén, la estación del olvido, es la curiosa aventura de un empleado ferroviario que alcanza el sueño de su vida al ser designado Jefe de Estación. Ya antes, como miembro del grupo de vialidad había soñado con ser Jefe de Grupo, nombramiento que solo
consiguió cuando era él el último de los obreros en funciones y no
había nadie más para el puesto (y nadie más para ejercer de subalterno).
Pero la vida no era fácil para Joaquín y cuando le llegó el ansiado
nombramiento se aprestó a viajar
a Lago Verde, pues ésa era su designación. Cosa rara, en el mapa
nacional ferroviario (desde Arica a Puerto Montt), no figuraba ninguna
estación con ese nombre. Cuando se enteró de que estaba nombrado al
frente de una estación ferroviaria en la Patagonia chilena, donde no hay
ferrocarriles, creyó que tendría el honor de inaugurarla, bien pronto
se dio cuenta que fue enviado solo para ser olvidado en esas lejanías.
Joaquín, viudo y de mediana edad, casi vuelve a encontrar el amor en Rosario, la joven maestra de escuela, acompaña
los últimos días de soledad de Carmen, argentina avecindada en lago
Verde y dueña de la pensión donde aloja Joaquín. Le pagará de su sueldo a
un subalterno, el mestizo Raimundo, que lo ayudará en sus "labores
ferroviarias" y poco a poco se irá haciendo parte de la comunidad que,
si antes lo miraba con recelo, después lo adoptaría como uno de sus hijos
más visionarios. Joaquín levanta una estación en el pueblo, talla
trenes de madera, escribe itinerarios posibles en la pizarra de salidas y
llegadas, confecciona proyectos para instalar el ferrocarril, hace
estudio topográficos y financieros para implementarlo, pero la cruda
verdad es que la Empresa de Ferrocarriles del Estado se ha burlado de él
y aunque le paga puntualmente su sueldo y hasta le dio la gorra con la
plaquita de Jefe de Estación, nunca ha habido ni nunca habrá trenes en
Aysén.
Escritor pulcro, con manejo magistral de los tiempos, de las
descripciones y de los diálogos, Carlos Aránguiz se alza como un
permanente proyecto de gran escritor. Tal vez su dedicación a la
judicatura -es Juez de la Corte
de Apelaciones de Rancagua-, sus labores en la Academia Chilena de la
Lengua y sus empeños como editor de revistas literarias, le hayan
restado tiempo para dedicarlo a su propia obra. No obstante, una decena
de libros de narrativa y poesía atestiguan su calidad de escritor.
Probablemente no sea fácil de conseguir algún ejemplar de esta novela. Me precio de tener uno, pero si topan un día
por las calles de Rancagua con este juez o tienen como yo la suerte de
encontrar una obra suya en una librería, acuérdense que desde la
sencillez de su estilo, se alza un muy buen escritor, digno de conocer, leer y compartir.
prof. Benedicto Andrés González Vargas
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