(de Gabriela Lezaeta)
Ella viajó en un bus para conocer el último árbol que existía en la
tierra.
Imponente y solitario se alzaba en la entrada de este museo. Se
desplegaba frondoso, gigante, vivo entre cúpulas de cemento, brillante
con tanto rocío que cada tres minutos exactos le caía en una lluvia finísima
e imperceptible. Pizarras luminosas daban a conocer leyendas sobre lo que
fue esa especie que llegó a constituir bosques. Tras largos estudios se logró
cultivar esta única muestra en un laboratorio. Cientos de pájaros artificiales
volaban alrededor de él. Hermosos, de variados colores, hechos de xinox*,
producían un zumbido similar al de las abejas de la antigüedad, según
explicaban los letreros azules y amarillos que encendían y apagaban sus
circuitos eléctricos alternativamente. Con gran disciplina y obediencia
frente a las instrucciones, los visitantes formaban una extensa fila. Sólo
disponían de los exactos tres minutos entre una lluvia de rocío y otra, para
contemplar a gusto el extraño árbol.
Equiszeta se encontraba finalizando una investigación científica y
esta muestra del pasado le pareció sorprendente. Iba ella avanzando en
la fila despacio tras un hombre anciano que dijo tener apenas doscientos
ochenta años. En un momento se detuvo el serpentear de la fila a través
del museo, el sujeto volvió la cabeza y le habló. Equiszeta lo miró
sorprendida por lo inusual de su apariencia física y de su actitud
acogedora. En un mundo en que la raza era una sola, en que todos eran
clones estáticos, de facciones iguales, en que la costumbre de raparse los
cabellos parecía uniformar personalidades, él se mantenía diferente. Tenía
la nariz más larga, los ojos cansados, pero su mirada era dulce y
complaciente.
Mi bisabuela- le dijo- me contó cuán impresionantes eran los bosques,
llenos de olores, de pájaros vivos.
Nadie hablaba ni hacía comentarios de esta especie, pero una corriente
de simpatía y curiosidad le hizo seguir la conversación con el desconocido
y eso era tan raro como el árbol.
Cuando el aire empezó a hacerse agobiante una brisa fría y
perfumada refrescó el ambiente. Los ventiladores y los abanicos
trabajaban bien. Se encendió el cielo artificial imitando una aurora boreal.
¿Y por qué dejaron de existir los bosques?- se atrevió a preguntar ella.
El hombre, con sus cientos de años escondidos tras las pupilas, le contestó
con amabilidad:
Al principio fue la contaminación, la destrucción; luego, cuando ésta fue
dominada ya era tarde; se ocupó además cada metro de terreno para
dar cabida a tantos millones de seres humanos que como yo y tú tenemos
derecho a ocupar un espacio en el mundo.
Equiszeta miró por última vez el abeto gigante, esa pirámide de hojas de
singular brillo, debido a la aplicación de las hormonas de laboratorio y a los
cuidados que le proporcionaban.
El desfile avanzó y a Equiszeta, le quedaba el último metro de árbol.
Volvería, aunque tuviera que viajar nuevamente de un continente a otro.
Se estableció una misteriosa comunicación entre ella y el abeto.
Mentalmente se introdujo en su fronda, en su verde espesura, en el
pasado. Colgó columpios, imaginó telas de araña, insectos. Bien valía la
pena haber venido a conocerlo y estaba extasiada con la experiencia.
Tenía que irse, olvidar la maravilla, consolándose con los paisajes
tridimensionales de la pantalla gigante, las arboledas de acrílico, los
abanicos y los pájaros de xinox. En ese momento algo rodó hasta sus pies y
supo que era un regalo muy especial. Un pequeño cono del cual se
reproduciría vida en abundancia. Recogió el fruto con avidez, lo escondió
en su regazo y en un profundo silencio de oración esperanzadora siguió su
camino hacia el futuro.
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