John Stuart Mill (1806 – 1873), el notable
filósofo inglés del siglo XIX, en las Observaciones generales de su obra El
utilitarismo, señala que el
conocimiento humano en el siglo XIX no había avanzado mucho en el análisis del
problema o controversia ética, vale decir, en la determinación –o al menos existencia-
de un criterio reconocido y reconocible que permita a los seres humanos
distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, entre el bien y el mal en cada
una de sus acciones.
Mill
aborda este asunto con detención porque considera que es la más vieja de las controversias
de las que puede y debe ocuparse la Filosofía. De hecho, para referirse a ella,
se seguía usando, desde tiempos bien pretéritos ya, la misma expresión latina
que la filosofía escolástica había acuñado: La cuestión del summum bonum; que llevado a una mirada
moderna, sería la cuestión de los fundamentos de la moralidad.
Esta
creencia de Mill, relativa a que la humanidad no había avanzado en ese terreno
del conocimiento o siquiera de la especulación, no es tan absoluto como pudiera
parecer, porque en definitiva en su texto sí
reconoce que ha habido algunos pequeños avances, a partir de notables
filósofos que habían al menos manifestado algunas ideas cercanas o equivalentes
al pensamiento utilitarista que él profesaba. En la interpretación que da a
esos logros, Mill reconoce que la ética era vista por la mayoría de los
filósofos contemporáneos suyos, como un
arte práctico, paralelo en tal sentido al derecho y a la religión. Nota que los
europeos de su época veían a ambas disciplinas como elementos normativos de las
acciones humanas. Manifiesta que en la búsqueda de aquella facultad moral de la
razón, la humanidad había alcanzado la convicción, después de una veintena de
siglos investigando y analizando estos problemas, que el juicio moral no
permite discernir entre lo correcto y lo incorrecto en los casos particulares,
sino que sólo otorga, como medida comparativa o punto de referencia, los principios generales del bien y el mal.
Ahora
bien, dichos principios eran vistos por Mill como aquellos logros que ya habían
sido alcanzados por el conocimiento humano en moral; pero todos esos avances, conciernen
especialmente a la comprensión de cómo opera la razón práctica. Para Mill, el
problema que seguía en estado irresoluto –y por ello su opinión tan tajante
sobre el escaso avance en estas cuestiones- era la existencia o reconocimiento de un criterio superior que determinara la
moralidad de la acciones humanas. En este asunto, se queja claramente de que las
distintas escuelas filosóficas seguían sin llegar a una opinión común o siquiera
general y, por lo tanto, la humanidad seguía a oscuras respecto de la
exigencia, de una aplicación teórico-práctica de los principios éticos de sus
propias acciones y con ello alcanzar un avance en la resolución de los casos
morales particulares.
Para
Mill lo que impedía dicha claridad era que, aunque todos creían que la racionalidad
ética estaba construida en base a teoremas y conclusiones derivadas de
principios generales, no todos quienes se habían ocupado del asunto hacían uso
de los mismos principios éticos para determinar aquello que es correcto e
incorrecto, el bien o el mal, lo justo o injusto, etc.
Si
dichos principios eran tan divergentes, las conclusiones a las que se podía
arribar eran, evidentemente, también muy divergentes. La consecuencia de esa
divergencia ética era la obvia divergencia en las prácticas morales.
No
obstante, pese al tiempo que se toma en este preámbulo, es fácil advertir que a
Mill no le interesaba mayormente analizar cuán bien o mal se habían determinado
históricamente los principios éticos. Su misión, en tal sentido, no le asignaba
a él el rol de cuestionar, ni mucho menos reseñar o comentar lo que otros
pensadores habían dicho antes que él, lo que a Mill en realidad le interesaba era
desarrollar una hipótesis, y la que a él le llenaba el gusto y adoptó como
propia (sin dejar nunca de reconocer la autoría de su mentor intelectual) fue la de un amigo de su padre, Jeremy Bentham[1], quien señaló en forma
taxativa que siempre ha habido un principio dirigiendo y normando la
racionalidad práctica de los seres humanos, pero que los filósofos, los
juristas, los religiosos, etc., no habían sido capaces de enunciar. Este
principio implícito de la razón práctica, no obstante, sí ha actuado de hecho
en el proceso del conocimiento ético, y ha ejercido una influencia tácita como
patrón definitorio, incluso más allá de que haya sido o no reconocido como tal. Para Benthan –y para Mill- dicho
principio es la utilidad, que él denominó como “Principio de la mayor felicidad”.
Este
principio ha debido, no obstante, enfrentar múltiples interpretaciones erradas y por ello Mill se ve
en la necesidad (y lo asume casi como una misión) de dedicar varias páginas de
sus múltiples textos a aclarar cómo deben entenderse correctamente las tesis
del utilitarismo. Para nuestro pensador, la fuente principal de las malas
interpretaciones es, sin lugar a dudas, la forma cómo se asociaban o disociaban los
conceptos de utilidad y de placer. Probablemente el punto focal de la
incomprensión fuera el placer, en cuanto las implicancias de su alcance
semántico, su proyección ética, su dimensión social y religiosa, etc.
En
efecto, Mill sostiene que hay dos extremos que causan estas malas
interpretaciones y que deben, por lo tanto, explicarse y evitarse cuando se refiere
a estos dos conceptos. Por un lado, la tendencia de ciertos detractores de la
teoría utilitarista a reducir la utilidad al placer; y por el otro, la
tendencia de ciertos defensores de la teoría que, en su afán de eliminar la asociación
con el placer, se referían a la utilidad como enteramente desprovista de
placer. Como puede apreciarse, ambos errores en los extremos y ambos generados
por un espectro que va desde los opositores más recalcitrantes, hasta los
defensores más acérrimos.
Según
algunos analistas de la obra de Mill, la controversia no era, sin embargo,
bizarra, porque el utilitarismo sostiene un vínculo explícito con el placer en
la formulación de su tesis principal. Esa tesis afirma que las acciones son
correctas o incorrectas en proporción directa a la felicidad o infelicidad que provocan.
Planteada la tesis en esos términos tan escuetos, era evidente que surgieran
interpretaciones erradas, porque por “felicidad” los seres humanos entienden
tanto ”placer” como “ausencia de dolor”.
De hecho Bentham, de quien Mill
había bebido su teoría, lo había dicho explícitamente. Evidentemente, cuando Bentham y los utilitaristas, hablaban de
felicidad y placer, tenían en mente algo mucho más abarcante y superior que un mero
placer sensual o sensible.
Esto
nos lleva a intentar determina qué es lo que incluye el concepto de placer para los teóricos utilitaristas como
Benthan y Mill. Si entendemos bien a este último, el problema de fondo no pasa
tanto por elaborar una tipología de los placeres sino por establecer
adecuadamente un concepto vinculante preciso entre placer y felicidad. Es importante
entender que este vínculo se puede plantear, en ocasiones, de una manera
errada, lo que inevitablemente produce una mala comprensión de la tesis
utilitarista.
Si
lo planteamos mal, que es lo que ocurre con frecuencia. Alguien puede asumir que con “útil” se hace referencia a lo que
produce placer y felicidad desde el punto de vista de un sujeto que aspira a
sentir placer y a ser feliz, independientemente de cómo ese sujeto entienda o se
represente la felicidad y el placer; Esa persona no tiene modo de diferenciar
los conceptos y, por lógica consecuencia, tarde o temprano se producirá una
yuxtaposición de ellos que desembocará en la confusión más grotesca de los
mismos, y “útil” terminará siendo todo aquello que le procure felicidad en
términos de lo que es placentero para él. Peor aún, en caso de hallarse en la
circunstancia de tener que elegir entre dos placeres concurrentes y simultáneos,
no podría recurrir a otro criterio que el de la mayor intensidad de un placer
sobre el otro. El mismo Bentham parece haber favorecido esta interpretación,
que ya era común en la época de Mill, pero que, sin lugar a dudas, es una
interpretación parcial, vulgar, egoísta y completamente ajena al sentido de la
tesis utilitarista, al menos como la entiende y se esfuerza por explicarla Mill.
Muchas
veces se ha dicho que el utilitarismo es una ética consecuencialista, lo que implica
que atiende más a las consecuencias de las acciones, y es desde ellas que
determina su corrección o incorrección. El placer y la felicidad se atienden
como las consecuencias relevantes de la acción, y esto es lo que cualquier
utilitarista dice. Sin embargo, el criterio de la utilidad es, en primerísimo
primer lugar, el placer y la felicidad producida en las otras personas involucradas por nuestras acciones, y sólo por
derivación el placer o felicidad producidos en el propio sujeto.
Trascender
ese razonamiento vulgar y egoísta consiste en asumir que la dupla felicidad-placer que se busca causar
como consecuencia directa de las acciones es la felicidad-placer de los demás
seres humanos involucrados. Se trata de una conciencia de ser útil, porque a
partir de dicha conciencia se produce felicidad y placer en los demás y ésa es
la verdadera fuente de la felicidad y placer propios. En dicho sentido, las ideas de
Mill no son en lo absoluto hedonistas y en ningún caso contrarias a la práctica
de una espiritualidad cristiana, con vínculos y vasos comunicantes incluso, con
miradas de filosofía budista e hindú[2].
De
allí se puede inferir que si dos placeres se encuentran enfrentados,
encontrados o en curso de colisión y sólo se puede realizar uno de ellos, el
criterio racional para discernir y luego determinar cuál de ellos ha de
favorecerse es el beneficio de todos o
de la mayoría de los involucrados. Mill se esmera en remarcar que, más allá de
cualquier obligación moral que incline a alguien a preferir un placer u otro,
ese placer elegido es el que resulta más deseable para el mayor número de
involucrados por la acción que se pretende realizar.
El
patrón utilitario de corrección, por lo tanto, no es la mayor felicidad del
agente, sino la mayor felicidad del conjunto de seres que se verán afectados
por esa acción.
Dicho
en otros términos, buscar lo útil consiste en ser práctico, valorar las cosas
de manera distinta según el uso que se haga de ellas, pues muchas veces las
cosas son neutras: Un cuchillo en sí mismo no es ni bueno ni malo, será bueno
si sirve al conjunto de individuos para cortar pan (o hacer otra cosa
socialmente benéfica) y malo si lo utilizan para matarse. Por ende, lo malo es lo inútil para conseguir la
felicidad y lo bueno es lo útil para lograrla. No es correcto decir que un
cuchillo puede ser útil para matar, ya que para un utilitarista como Mill, el
calificativo de útil, tan sólo aplica para aquello que proporciona bienestar al
mayor número de personas.
Para
Mill, la ética debe ser entendida como el arte de guiar la conducta humana a
partir de ciertos principios generales de la acción. Esto es algo que, con
mayor o menor dificultad, puede hacer toda persona que se encuentre en pleno
uso de sus facultades racionales. La moral de una persona, en cambio, es la
nobleza de su carácter, y eso es algo que muy pocos seres humanos tienen. No
debemos pasar por alto que la nobleza de carácter puede no hacer feliz a la
persona que la posee, pero sin duda alguna le es útil, porque hace felices a
las demás personas que se vinculan con ella.
En
realidad, Mill reconoce desde la Filosofía y la ética, la Regla de Oro[3] del pensamiento religioso,
la que planteada desde el utilitarismo, podría ser así: “Que tus acciones
provoquen felicidad en los demás”. En este contexto ya es necesario considerar
e incorporar el concepto de interés. La
racionalidad práctica está gobernada, según Mill, por el principio del interés.
En
efecto, en el sistema moral del utilitarismo, este principio busca acercar lo
más posible el interés que todo individuo tiene por la felicidad y el placer
propios al interés de la colectividad que se ve afectada por sus acciones. Desde
esa perspectiva, la educación moral debe guiarse por la equilibrada fusión de
ambos términos, vale decir, debe asegurar que el principio del interés se imponga
en la consciencia de los individuos a partir de la indisoluble asociación
entre la propia felicidad y el interés general. Si esta asociación se
convierte en un hábito, el carácter del individuo se ennoblece en la medida en
que el impulso hacia su felicidad sólo pueda concretarse en la realización del
bien común. Partiendo, entonces, de la base de la comprobación de que todos los
seres humanos tienen como interés principal ser felices, cualquier acción
emprendida en dirección de frustrar o al menos dificultar el interés ajeno será
necesariamente una acción cuyas consecuencias las posibilidades de la propia
felicidad.
Una
aproximación lógica simple deducirá, por lo tanto, que un agente de infelicidad será detectado y
asumido por el entorno social como un enemigo detestable y, consecuente con
ello, procurará neutralizarlo en sus posibilidades de acción.
A
partir de esta sencilla constatación, la razón práctica empírica muestra que un
compromiso real y efectivo con la felicidad de los demás es el mejor agente de
la felicidad propia. Este y no otro es el sentido pragmático del principio de
la utilidad porque en Mill la visión social no es un atomismo de los individuos
sino un organicismo, si el hombre es un ser social para ser feliz tiene que
lograr la felicidad de la Sociedad.
Otro
aspecto importante para Mill es destacar la diferencia que existe entre reglas y
motivos de la acción. Al parecer, los opositores al utilitarismo no prestaban demasiada
atención a esta diferencia, y en esa confusión creían que el asunto de la ética
se reduce a juzgar las motivaciones de la acción. Según Mill, la ética no puede
juzgar los motivos subjetivos que llevan a una persona a actuar de una manera u
otra. La ética sólo se ocupa de establecer cuál es el deber y de señalar el
método a través del cual es posible conocer el deber en cada caso particular.
Los motivos son para él los sentimientos de una persona respecto de sus
acciones. Mill creía que el 99% de las acciones se llevan a cabo por motivos
completamente ajenos al deber, y que no hay razón alguna por la que se deban
objetar esos motivos, siempre y cuando no entren en contradicción con el deber
de cuidar el interés colectivo. El motivo nada tiene que ver con la moralidad
de la acción, que depende exclusivamente de las reglas que se sigan. Pero sí
tiene mucho que ver con la valoración de la nobleza de quien ejecuta la acción.
Necesariamente,
en todo caso, se debe entender que estos son, sin dos juicios completamente
distintos. Uno, se refiere al carácter ético de la acción y el otro es un juicio
moral respecto de la persona. La moralidad de la acción es siempre producto del
juicio ético, que juzga la intención declarada de una acción, no su motivación
subjetiva. La nobleza de carácter, en cambio, es el resultado del juicio moral,
que juzga la motivación del agente y no se detiene en la consideración de la
acción. Como puede apreciarse, la diferencia entre intención y motivación planteada
por Mill se reduce a que intención implica lo que uno quiere hacer, mientras
que la motivación es el sentimiento que induce a querer hacer tal cosa. Desde
ese punto de vista la intención sí es determinante de la moralidad, la
motivación, en cambio, no influye para nada pues ésta sólo se toma en cuenta
para juzgar el carácter del agente.
Con
todo, se comprendería mal la propuesta utilitarista si se asumiera que esta
distinción entre juicios éticos y juicios morales está orientada a relevar los
primeros y degradar los segundos. En realidad, a pesar de todas la precisiones
y diferenciaciones conceptuales que hace Mill, lo que tenemos es un agente moral
que debe “ser útil”; pero no ser útil al mundo o la sociedad, que son conceptos
universales, sino a individuos concretos, a las personas concretas de su
entorno. La gran mayoría de acciones buenas se hacen con la intención de
producir felicidad no al mundo en su totalidad, sino a personas con nombre y
apellido, de cuya satisfacción está hecho el bienestar del mundo. De lo único
que tiene que asegurarse un utilitarista es que al trabajar por el interés de
determinadas personas concretas no esté menoscabando los derechos de otras.
Desde la perspectiva utilitarista, desde la Antigüedad, la multiplicación de la
felicidad ha sido siempre el objeto de la virtud, aunque hayan sido pocos los
filósofos y pensadores capaces de reconocerlo.
En
efecto, a través de la historia, han sido pocos, raros y escasos los personajes
que han podido multiplicar la felicidad a gran escala. Por esta razón, el
utilitarismo no pone su atención en la virtud ejercida por el benefactor
público, sino en la virtud ejercida por la gran mayoría de las personas, que
sólo pueden hacer el bien a escala privada. Cuando señala que hay una prueba a
largo plazo para determinar la utilidad de una vida, Mill se dirige a los
individuos comunes que la requieren. Esa prueba no es otra que la realización
consistente de buenas acciones a lo largo de la vida, que es a la vez prueba de
su utilidad y expresión de la nobleza de carácter.
Esta
forma de pensar, sin embargo, trae consigo una última dificultad: La tendencia
común a identificar la utilidad de una vida con la nobleza del carácter. Es un
efecto producido en la mente por el hecho de que una producción sostenida de
malas acciones nos indica, sin lugar a dudas, que estamos ante una persona
mala, de carácter innoble o vicioso. Sin embargo, Mill nos recuerda con
insistencia que una cosa es juzgar las acciones y otra es juzgar a las
personas. Es necesario no olvidar esta diferencia porque la única respuesta
clara a esta pregunta es la relevancia que tiene dicha distinción para la vida
política. Lo que importa en el servicio público es juzgar las acciones a partir
de sus consecuencias sobre el interés general; y nada más debe importar en ese campo.
Para entender por qué no debe importar nada más que las consecuencias de la
acción, Mill nos recuerda que una acción correcta no necesariamente indica un
carácter virtuoso, ni se puede descartar que actos censurables aislados provengan
de personas dignas de estima. No hacer esta diferencia en el campo de la acción
política puede llevarnos a emitir juicios sobre el carácter de las personas
que, en lugar de favorecer, obstaculicen el interés general. El ejemplo más evidente
y cercano que tenemos de esta preocupación de Mill es la valoración de los
candidatos a cargos públicos en los sistemas democráticos. Es común que la
opinión pública juzga las propuestas de los candidatos no a partir de juicios
éticos sobre las intenciones de las acciones prometidas en sus programas, sino
a partir de juicios morales acerca del carácter de ellos: si son mentirosos, violentos,
autoritarios, corruptos, etc. Si bien en el campo de la moral estos juicios son
pertinentes, porque en ese campo importa conocer la virtud individual; en el
campo de la política son juicios irrelevantes, porque lo que allí importa no es
si se trata de una persona virtuosa, sino si se propone verdaderamente desplegar
acciones de utilidad común o sólo de provecho propio o partidario.
Finalmente,
Qué ocurre, cuando ante una situación dada hay utilidades en conflicto, es
decir, demandas de diversos grupos de interés que se separan en al menos dos cursos de acción encontrados. Mill
da una respuesta ética, es decir, propone un principio general como respuesta
que podríamos llamar el principio de la competencia moral. Por lo general,
cuando dos principios entran en conflicto se trata de principios secundarios,
como por ejemplo el choque muy frecuente en algunas instituciones
(especialmente escolares) entre el principio de solidaridad y el principio de
veracidad. ¿Protejo a mi compañero o amigo que ha cometido un error que yo
también podría cometer, o digo la verdad de la que fui testigo ante las autoridades
que investigan el caso? Si una persona se halla ante un problema ético de esta
naturaleza, Mill opina que su mente hace algo muy claro: Apela al primer
principio de la moralidad, que es el principio de la utilidad. Todas las
personas somos competentes para usar los criterios necesarios para resolver esos
problemas, pues sabemos determinar cuál de las dos opciones en conflicto
produce mejores consecuencias para el mayor número de los involucrados. Lo que
marca la diferencia entre una decisión correcta y una incorrecta. La solución a
un problema como el planteado es la medida en cuánto gravita el interés propio
o partidario en la decisión tomada, en desmedro del beneficio colectivo. Por
eso es que la nobleza de carácter es la mejor garantía de felicidad para
quienes nos rodean.
[1]
En la férrea disciplina de aprendizaje en la que fue educado Mill, no había demasiado
espacio para compartir con otros niños o, simplemente jugar. Mill empezó a
estudiar griego a los tres años y a los ocho ya dominaba esa lengua y leía los
clásicos en su idioma original, por esa misma edad inició sus estudios de Latín
y Álgebra. Por esta razón, sus contactos más cercanos eran los amigos de su
padre, entre ellos su propio padrino Jeremy Bentham.
[2]
Qué duda cabe que la máxima cristiana “No hagas a tu prójimo lo que no quieres
que te hagan a ti mismo”, está presente en las ideas de Mill, también el afán
de evitar el dolor, que es la mayor aspiración del budismo, aunque por vías
diametralmente opuestas, porque mientras el utilitarismo busca satisfacer el
placer (y con ello el deseo), el budismo señala que para evitar el dolor, hay
que suprimir el deseo. No obstante esa diferencia crucial no implica dejar de
reconocer el paralelismo entre ambas búsquedas y soluciones. Tampoco es extraño
que para Mill, un experto en la historia y cultura de la India, la búsqueda de no
causar daño a los demás sea un motiva de principal inquietud en su doctrina. Para
el hinduismo la práctica del ahímsa es
una norma ética permanente. El ahímsa consiste
en no hacer daño a ningún ser sintiente.
[3]
Ya me refería a la Regla de Oro en la nota anterior, pero es necesario abundar
en que esta regla está expresada en términos más o menos similares por casi
todas las religiones conocidas.
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