sábado, 20 de diciembre de 2008

Navidad en casa

Mientras hacía el arbolito navideño o, mejor dicho, mientras mis pequeñas hijas de once y las gemelas de siete años nos arrebataban a mi esposa y a mí los adornos para adornar ellas el árbol y el pesebre, recordaba cómo eran las navidades de fines de la década del 60 y las primeras del 70, cuando yo era niño.


Nací en septiembre de 1965, por lo que la primera navidad de la que tengo recuerdos fue la de 1968, cuando mi padre llegaba con un pequeño pino verdadero (mis hijas tienen uno plástico, menos oloroso, pero más ecológico) y lo ponía en una maceta con tierra que solía ser un balde de aluminio o un simple tarro de hojalata grande de esos de pintura. Posteriormente forraban el recipiente con papel de regalo y, dependiendo de su tamaño, quedaba instalado sobre una mesita baja o directamente en el piso. No creo que mi papá haya comprado nunca un árbol, como era trabajador ferroviario tenía incontables oportunidades para conseguir uno mientras revisaba las vías férreas varios kilómetros al este o al oeste del pueblo en que vivíamos. Alguna vez, creo recordar, fue a cortar uno a un fundo cercano.1

Una vez instalado el arbolito, venía el gozoso proceso de adornarlo. Lo primero eran las luces, que nunca funcionaban y a las que siempre había que hacerle arreglos. Recuerdo que la guirnalda luminosa estaba hecha sólo de luces blancas y, a veces, cuando mi papá decía que le había puesto “un piloto”, misteriosamente prendían y apagaban. De hecho, la revisión de las luces y del mentado piloto era un pequeño rito que inconscientemente sigo haciendo hasta hoy, aunque si encuentro algo malo, la diferencia radica en que mi padre lo arreglaba y yo compro un juego nuevo. Ahora sé que había otra guirnalda, cuyas luces eran imágenes de Papá Noel, estrellas y otros motivos navideños, pero en las navidades de mi infancia nunca las vi encendidas, siempre se usaban como guirnalda de adorno porque, seguramente, estaban dañadas.


Viendo a mis hijas saltar y arrebatar los juguetes del arbolito de las manos de mi esposa, no recuerdo haber tenido jamás la oportunidad, hasta bien entrados los nueve o diez años, de poner siquiera una mota de algodón en el árbol. Mientras Helein se concentra en hacer un pesebre hermoso, Gisselle y Lissette discuten por quién pone más adornos y en medio de la disputa varios ornamentos van a dar en el suelo, me vino a la memoria la tragedia que era que uno de los juguetes navideños de mis arbolitos de infancia se cayera. De partida, no botaban en el suelo como los actuales, se quebraban haciéndose añicos. Recuerdo a mi madre y, tal vez, a mis hermanas, recogiéndolos con cuidado para ver si algo se salvaba. De hecho, si el daño no era mucho y la parte dañada podía disimularse, igual ocupaba su lugar en el árbol ocultando de la vista el lugar en que se había roto.

Otros adornos eran los que se producían en casa.Recuerdo haber visto largas guirnaldas cosidas a máquina que estaban hechas por envoltorios de caramelos y montones de pequeños regalitos para colgar que mis hermanas mayores hacían con cajitas de fósforos o de remedios y que envolvían y sellaban con cintas de colores, de esas que antes servían efectivamente para atar los regalos y que terminaban con una gran rosa. Luego, cuando vino 3M y nos presentó el milagroso scotch2 y las cintas de envolver regalos desaparecieron reduciéndose a una pequeña rosa pinchada con un alfiler, adherida con cinta adhesiva y, actualmente, autoadhesiva, se perdió la gloriosa costumbre de abrir los regalos casi ceremonialmente, quitando primero la cinta y luego el papel (mi madre guardaba todos los papeles para el año entrante o para los regalos que faltaban, hasta hoy sufre cuando un regalo tiene demasiada cinta adhesiva y no puede guardar el papel para ser reutilizado).

En cuanto a los regalos, se identificaban por una pequeña tarjetita adherida con un hilo al envoltorio. Actualmente las estampas autoadhesivas reemplazaron también aquellas tarjetitas que podían guardarse y hasta colgarse en el arbolito. Todavía tengo algunos regalos de mis navidades antiguas: un viejo carro policial que ya no corre y que tampoco enciende su sirena, un puñado de soldados de plomo que, unidos a otros que adquirí años más tarde, son un formidable ejército de casi dos mil hombres. También tengo el libro Cuento de Navidad, de Dickens, que me regaló una vez mi padre y todavía habita el pesebre un viejo burro rojo que el Lito, un cuñado mío, me trajo cuando tenía unos trece o quince años. Mis hijas suelen admirarse de esos juguetes viejos y no falta la que hace el propósito de que en veinte años más los que ellas reciben sigan adornando sus navidades.
A propósito de las tarjetas mencionadas más arriba: la primera tarjeta musical que recibí me la regaló mi tía Hilda. Consistía en una tarjeta corriente que llevaba adherida en su cara principal un disco de plástico (no de vinilo) que al ser puesto en el tocadiscos tocaba noche de paz por su único lado útil. Fue toda una novedad. Hoy mis hijas han visto arbolitos donde todo tiene sonido: las luces, los adornos, el pesebre, las tarjetas y ¡hasta el arbolito mismo! Puestos a “sonar” todos a la vez es algo verdaderamente estresante.


Cuando ya el árbol estaba terminado, aparecía mi mamá con un paquete de algodón y lanzando pequeñas motas al árbol quedaba convertido en un pino navideño perfecto. En la capital de Chile casi no nieva y no fue hasta el invierno de 1971 cuando vi la nieve por primera vez. Desde allí en adelante nunca me gustó la costumbre del algodón, porque la nieve verdadera era muy distinta de la que veía en el árbol navideño o en las caricaturas en blanco y negro de la época.

Ya por aquellos años mi hermana mayor se había casado y lo que más me gustaba de sus arbolitos es que tenían luces mucho más bellas que las nuestras, recuerdo unas guirnaldas de campanitas que sí encendían y unos juegos de luces que cambiaban si no todos los años, en cada bienio.

Otra cosa que recuerdo es que jamás me permitieron “esperar al Viejito Pascuero”, a una hora determinada había que ir a acostarse y los regalos se abrían la mañana de Navidad. Al primero que vi quedarse hasta la medianoche fue a mi sobrino Christian, cinco años menor que yo y cuyo padre solía escabullirse cinco minutos antes de las 24.00 horas para dar tres golpes fuertes en la puerta y dejar literalmente petrificado al pequeño Christian que escuchaba cómo el Viejito Pascuero tocaba a su puerta para dejar los regalos porque, en su casa de madera de la población Chena Coop, no había chimenea.

Por otra parte, la tecnología de la época no permitía que pudiéramos ver tantas películas navideñas como consumen mis hijas en estos días. Sus DVD de Navidad son muchos y, aunque cada año intento sorprenderlas con alguno nuevo, ellas siempre quieren ver las películas que han ido acumulando en cada una de sus navidades, transformando la casa en los días previos a la Navidad en un verdadero cine rotativo. Eso, claro está, sin contar con la enorme cantidad de música navideña que alegra el hogar cada vez que ellas así lo disponen.

En fin, es evidente que muchas cosas han cambiado, pero ahora, al ver a las niñas haciendo el arbolito con una estética con la que no siempre concuerdo, puedo ver que una cosa no ha cambiado y probablemente nunca lo haga mientras mantengamos la pureza de esta celebración: la oportunidad que nos brinda de compartir en familia, de intentar ser mejores y de buscar todas las formas posibles para hacer felices a nuestros seres queridos y a aquellos con quienes compartimos siempre.

Espero que esta Navidad mis padres, mis hijas y mi esposa y yo podamos revivir cada uno en su espacio íntimo esas viejas navidades que se actualizan cada vez que diciembre anuncia que los colores blanco, rojo y verde se han tomado nuestras vidas para hacernos sentir mejor.

Por eso hoy, mientras escribo estas líneas, junto a un vaso de la infaltable Cola de Mono,3 deseo a ustedes, con toda sinceridad, una muy Feliz Navidad.

Notas:

  1. Se llama fundo, en Chile, a una extensión de tierra con fines agrícolas o ganaderos que en otras partes se conoce como hacienda, estancia o rancho.
  2. Nombre común que se da en Chile a la cinta adhesiva transparente, sea de cualquier tipo, nombre, marca o ancho.
  3. Refrescante trago tradicional chileno que consiste en aguardiente con leche, café y canela que se sirve bien helado y cuyo nombre ningún compatriota es capaz de explicar.

prof. Benedicto González Vargas

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