El cajero de una boite tenía que regresar todas las noches muy tarde a su casa, y en las calles solitarias pasaba unos sustos muy serios. Algunas esquinas le parecían muy sospechosas, algunas cuadras eran demasiado oscuras. Hasta que una vez pensó que los asaltantes deberían caminar muy tranquilos, desafiando a los mansos transeúntes que regresaban atrasados. Inmediatamente se preguntó:
–¿Y yo no podré ser asaltante?
Esta pregunta le produjo un gran júbilo.
Era la salvación. Así se acabarían todos sus terrores. Y pensó, con la
alegría de la libertad, en lanzarse sobre el primer transeúnte que
encontrara en su camino. Tomó la acera menos iluminada y avanzó
escudriñando todos los rincones más sombríos, dueño de la calle, amo de
la noche. Ya no corría ningún peligro. La velocidad de su ataque le
daría una inmensa superioridad sobre su víctima.
El primer transeúnte que pasó a su lado era pequeño, insignificante.
–¿Con qué objeto –se preguntó– maltrato a este hombre?
Más adelante se encontró con un muchacho
que iba silbando confiadamente. Si hubiese ido silbando un tango, es
posible que lo hubiera asaltado. Pero el muchacho iba silbando la marcha
del Puente del Río Kwai. Y esa música es muy simpática. Además, el
pobre llevaba tanta alegría sana, parecía tan lejos su pensamiento que
tampoco quiso molestarlo. Después tropezó con un borracho, más tarde con
una mujer con un niño…Y así todas las noches. Llegaba a su casa
tranquilo, con la satisfacción de haber perdonado la vida a varios
vecinos del barrio. Fue asaltante nocturno durante muchos meses. Nunca
asaltó a nadie, pero desaparecieron todos sus terrores, porque se
acostumbró a andar solo a altas horas de la noche. Ahora ya no es
asaltante. Es solo un buen vecino que regresa tarde y piensa con desdén
en los asaltantes
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