jueves, 18 de julio de 2019

El fox terrier que no sabía volar

(de Carlos Ruiz Tagle)

Apenas comienzo a escribir llega mi hija de cinco años con un animalito plomo entre los brazos. Siento un maullido que no pertenece, que no pertenecía a esta casa.

-¿Y eso? -le pregunto.
-Un gatito.
-¿De dónde salió?
-Parece que andaba perdido, lo encontramos en la calle.
-¡cuidado que rasguña!
-Es manso, no rasguña.
-¿Y donde va a dormir?
-Con nosotros.
-¿Cómo se llama?
-Se llama gatito de nosotros.

El animal es muy hermoso. Ahora, en el patio, se pelean por darle un poco de leche en un plato de muñeca, por arreglarle una cama de almohadones, por tomarlo en brazos. Mi hija y un pequeño vecino rubio se creen los dueños del gatito. El problema consiste en que se sienten dueños de todo el gatito, al mismo tiempo y en sentido contrario. Comienzan a tirarlo, a tirarlo, como si pudiera dividirse en dos porciones. Esto de ser tan, pero tan querido, tan solicitado, es una suerte que no le envidio.

Los animales que hechizan a los niños tienen muy poca duración. Un día mi señora sacó de una caja de cartón un pollito amarillo, y ante mil pequeños gritos de entusiasmo, lo echó sobre el pasto del jardín. El mayor agarró al pollo con firmeza y dijo:

-Mama, ¡pero este pollo no sirve: está crudo!

Por cierto que el pollo solitario no pudo vivir más de una semana.

Para la Pascua les compramos un fox terrier bastante inteligente. Murió una tarde en que lo mantearon de una cama a otra durante varias horas seguidas. De pronto se puso lacio, lacio y comenzó a echar sangre por las narices.

Ah, y los matapiojos amarrados de la cola con un crin, y la pecera que pusieron a hervir sobre la estufa. Rojo, muy rojo, el pez daba unos saltos grandes que llegaban al techo.

¿Y qué hace como padre, señor mío, por qué no se preocupa de las actividades medio homicidas de sus hijos?, preguntará más de un lector, conteniendo a duras penas su indignación. Bueno, yo escribo estas cosas, escribo cortometrajes. Y a veces me sorprendo del amor tan verdadero de mi hija cuando contempla a su gatito plomo. Puede que vaya y lo cuelgue de la cola por la ventana del segundo piso ¡pero lo mira con tanta dulce complacencia, con una ternura tan profundamente maternal! No es por falta de cariño que lo va apretando y apretando entre sus brazos, hasta dejarlo sin respiración. Es amor en exceso, ternura que mata.

Tal como ocurrió con el pollo solitario, con el pez que tenía frío, con el fox terrier que no sabía volar, con el matapiojos. Todos murieron víctimas del más puro celo amoroso, de la más vehemente y exclusiva dedicación.

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